Nos hemos habituado a un tipo de cine en el que aparecen asesinos sin calificativo posible -en serie o por casualidad- inventados por guionistas de colmillo y cerebro retorcido ansiosos por parir truculentos y siniestros personajes cometiendo crímenes que son cualquier cosa menos vulgares asesinatos, como si el hecho de quitarle la vida a otra persona no fuera ya algo importante y excesivo por el mero hecho de suceder. En muchas de ellas una obsesión paranoide o fríamente racional -desconozco ese tipo de razón- guían la mano del asesino de turno a través de una planificación tan detallada como perturbadora que roza el delirio, lo que no impide que, como espectadores, también racionales, aceptemos sin inmutarnos, o incluso entusiasmados por el siguiente y aún más siniestro y retorcido giro del guion, tanto la calculada preparación como el crimen o crímenes finales. Total, no deja de ser cine, una ficción. Otra cosa es la vida real, en la que desconozco si existen tales disparates para los que, en cualquier caso, el séptimo arte ya nos habría preparado, luego, no nos pillarían por sorpresa y seguramente apostillaríamos con aquello de que la realidad supera a la ficción.
Tras escuchar sin comprender el reciente caso de una niña torturada y asesinada por su tío -los motivos y pormenores no vienen a cuento porque soy incapaz de imaginármelos-, volví a recordar ese cine y pensé en su influencia o relación con la realidad de las personas; y también me pregunté cómo se redactaría la hipotética acusación contra ese tipo -por aquello de necesitar un documento oficial en el que plasmarla para que cobre realidad-; o cómo sería la organización del correspondiente juicio, acontecimiento que todo grupo humano o sociedad mínimamente estable consideraría necesario para, de algún modo, sancionar o corregir ese tipo de hechos, con el propósito, como fondo, de hacer viable y dar cierto sentido a un mínimo orden interno que mantenga y medianamente asegure la vida en común. Y, por último, también pensé en la supuesta condena por un acto semejante, seguramente en función de una serie de baremos, al parecer también necesarios, que tipificarían ese tipo de delitos o similares. Organización y procedimientos de los que, si desconocemos el derecho o estamos poco relacionados con él, muy pocos sabemos en profundidad, pero que originariamente servirían para evitar y/o corregir cualquier alteración de un orden que presuntamente nos hemos dado para clarificar y hacer más fácil nuestra vida en común. Como también pensé en el inevitable abogado al que semejante tipo tiene derecho en función de una legalidad que él mismo no entiende muy bien o simplemente no parece importarle.
Al margen de la cruel y anodina funcionarialidad que los nazis mostraron en el exterminio judío -guerra de por medio, si es que puede argumentarse tal-, de la siempre dolorosa realidad de otros crímenes o sucesos más o menos normales -si es que puede decirse normal de actos de esas características-, o de los disparates que pueda concebir y filmar el cine, siempre me he preguntado cómo valora y qué baremo utiliza el derecho para juzgar tales actos, si existe una escala de menor a mayor, si hay sucesos y crímenes que sobrepasan límites y máximos y si éstos son renovables. También podría preguntar cómo el cine o la novela retuercen nuestros cerebros con tal de dar cabida a un mal que nunca pasa desapercibido, si existen límites y qué son los límites, y de qué modo los rompe una enfermedad mental; o si tal enfermedad es real o un subterfugio para salvar al acusado. Si cada vez somos más retorcidos o simplemente hemos perdido el sentido y la referencia de unos valores morales mínimos que hasta hoy nos habrían facilitado la convivencia o, en cambio, se trata de una imparable huida hacia adelante, ficticia y real, que nos obliga a admitir y convivir con una violencia sin límites contra nuestros semejantes, justificada de cualquier modo o simplemente sin justificar, porque apetece y adonde nos conduce todo esto. Sucede, y punto.