Religión

Sentado en uno de los bancos de atrás me dejo atrapar por el silencio y la sencilla solemnidad del templo, espacio y piedras que pueden contar el tiempo por siglos sin vanagloriarse de ello; escenario obligado de un paso generacional que, con sus consiguientes e inevitables altibajos, ha venido aceptando, cuestionando o renegando de su misma existencia, así como de los motivos, influencias y obligaciones impuestas a partir de su presencia a una población que desconoce lo que es la vida sin iglesia, instrumento o rutinaria instalación que viene presidiendo la vida local nadie sabe desde cuándo, ni se lo preguntan. Causa principal de situaciones y hechos consumados convertidos en la indispensable urdimbre de una gran parte o casi toda la memoria colectiva contenida en lo que habitualmente llamamos tradición, término que abarca y engloba mucho más de lo que en primera instancia significa y explica bastante menos de lo que conlleva. Tradición que suele dar lugar a largas y poco precisas discusiones que acaban concluyendo con el forzado abandono de una de las partes, la más necesitada de razones, desbordada por una exigencia insatisfecha cansada de echarse a la boca como precario alimento justificaciones que en muchos casos no vienen a cuento; enésima victoria de esa parte del subconsciente colectivo poblada de intangibles a la que no le preocupa justificar lo que a primera vista parece injustificable, hechos y acciones que, al margen de toda razón, terminan perdiéndose en la memoria y, como colofón, en un obligado encogimiento de hombros que intriga y confunde más que ofende, probablemente porque tiene mucho que ver con ese innombrado, tanto personal como colectivo, alternativamente etiquetado como alma, espíritu o corazón.

Desde mi posición observo con más intriga que curiosidad el paso y silenciosa estancia de los escasos fieles que a esta hora de la mañana hacen uso del templo, solos o acompañados, permaneciendo pocos o algunos minutos, sin llegar nunca a muchos, arrodillados ante alguno de los altares que ocupan la cabecera del mismo en un devoto silencio de rezo, plegaria o súplica de la que solo ellos saben, intimidad que no suele estar a la vista, ni siquiera en las confesiones más personales. Estancia que finaliza con lo que parece una obligada y repetida reverencia ante cada una de las figuras que ocupan pequeños altares, hornacinas o mínimos pedestales, probablemente para implorar la última súplica de hoy, tocar con gran respeto el penúltimo manto o besar tela y figura antes de prender la también última vela y dar por terminada la diaria visita al templo del Señor.

Hay una religión de todos los días que muy poco o nada tiene que ver con esa otra religión oficial o universal; una religión hecha de reverencias, cruces, paradas, rezos y plegarias cotidianas, de pequeños donativos, besos, túnicas y breves demoras ancladas a unos orígenes difusos o desconocidos; casi sin principio, atada a lo más profundo del alma y que tampoco tiene mucho que ver con procesiones, romerías y otros fastos con los que la iglesia oficial acostumbra a acotar los meses del año. Una iglesia todavía muy presente que engarza en tiempo y significados con pórticos, dinteles y arquivoltas medievales concebidos para desde la solidez de la piedra alcanzar y herir de imaginaria y temerosa fe los corazones y la razón de una población forzosamente resignada a ocupar el necesario e insustituible papel de pueblo que soporta tanto la creación como la historia.

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