Hace unas semanas leía en The New York Times una información sobre una feria de vientres de alquiler, también allí, como en cualquier feria comercial que se precie, el espacio donde se celebraba el evento estaba distribuido entre las diversas empresas dedicadas al fomento y contratación de vientres de alquiler en cualquier parte del mundo, con sus correspondientes ofertas y obsequios a los futuros clientes a cambio de su elección y consiguiente contrato. El negocio, pues de eso se trataba, entre surrealista y supuestamente necesario, da para bastantes más palabras que las que vienen a continuación, hasta el punto de, según quién, llegar a alarmarse o no tener más remedio que resignarse por la deriva de algunos asuntos que pasan, sin ningún rubor ni prudencia, de morales a simples intercambios comerciales dignos de cotizar en cualquier bolsa de valores. Con la gran cantidad de niños huérfanos o sin hogar como produce la economía mundial cuesta aceptar que el mundo rico insista en los de su raza, una especie de eugenesia de andar por casa sobre la que no se puede discutir porque uno tiene derecho a tener hijos, por cojones o sin ellos.
Otra cosa. A todos nos ha pasado en alguna ocasión que al hacer algún comentario no muy favorable sobre el mal comportamiento de un niño, el padre o la madre de la criatura, desde esa posición entre envarada e imbécil que al parecer otorga el paritorio, nos haya contestado de mala manera aquello de que si no tienes hijos mejor callarte y no opinar. Entonces, por prudencia, la solución preferible siempre ha sido callarse y no discutir porque las escasas entendederas de esos papás todavía desconocen que los hijos y la mala educación, aunque relacionados, son cosas completamente distintas.
El inciso anterior viene al caso porque en la noticia con la que empezaba estas letras la firmante de las mismas, asistente como periodista a la feria, preguntaba a una pareja, entre perdida y avergonzada, por su interés en aquel negocio. Al parecer no podían tener hijos y buscaban una buena oferta antes de decidirse, las posibles objeciones morales -probablemente habría muchas más, de todo tipo- sobre el carácter y las repercusiones de su elección no les afectaban, y sus respuestas ante su posibilidad eran del tipo: “cada uno con sus ideas” o “si estuvieran en nuestra piel o si alguna persona cercana lo estuviera tal vez lo comprenderían”.
Desgraciadamente estamos demasiado mal acostumbrados, vivimos en una sociedad que nos ha adoctrinado como a niños caprichosos a los que no les importan ni les preocupan las consecuencias de sus actos, nuestro democrático derecho al egoísmo no nos deja ver más allá de nuestras propias narices. Por qué habrían de preocuparnos los niños que malviven sin padres y lo que podemos hacer por ellos, o las humillaciones que probablemente ha de sufrir una mujer para no tener más remedio que alquilar su vientre por dinero, como tampoco nos preocuparía el trato que reciben o a qué les obligan; o los negocios que inventan otros a costa de ello, o por qué nuestros derechos son más importantes que los suyos. Eso sí, sabemos muy bien y lo ponemos en práctica con descarada arrogancia que nuestro dinero puede sofocar nuestros defectos a costa del orgullo de otros a los que no nos interesa conocer o saber porque probablemente se nos caería la cara de vergüenza; y nos excusamos en unos derechos hipócritas que ni siquiera nos ha otorgado ese Dios que a muchos les reconforta la vida.
Probablemente no andará muy lejano el día en el que tal problema se reduzca a la duda entre natural, pero a saber en qué condiciones y con qué riesgos o inconvenientes genéticos arrastrados de generación en generación, o un novísimo bebé de diseño fabricado a capricho con la última tecnología, eso sí, sin desagradables contaminantes naturales. También hará falta dinero.