Bailar

Si prescindimos de la cutre obligación del botellón que entusiasma a los más jóvenes, no es que haya por aquí muchas opciones en forma de locales para pasar la noche de un sábado cualquiera, algunos lugares más bien pequeños o estrechos atestados de bebedores apretujándose de un lado a otro porque no hay ningún objeto duro en el que apoyar el trasero y descansar. Ello no es o fue óbice para que hace poco, un sábado de tantos, tropezara al azar con una puerta abierta y la música del local al que daba acceso, un lugar con el que no contaba porque me pillaba a trasmano o en las mismas antípodas de mis propios sábados. Y como no hay nada mejor que la curiosidad y la noche hasta ese momento iba bien nos atrevimos hasta el interior entre expectantes y malamente resabiados.

El local y la decoración que lo adornaba no eran para tirar cohetes, aunque tampoco para salir corriendo, era el que era y a la gente que lo llenaba parecía gustarle o simplemente no le importaba porque lo que sí prefería era bailar. Ya antes de encontrar un lugar donde aposentarnos me entretuve repasando el gran número de nombres que pintaban las paredes, entre ellos el de Celia Cruz o El gran Combo de Puerto Rico; y mayor fue la sorpresa cuando, todavía distraído en mi azarosa lectura, comenzó a sonar María La Portuguesa en la inolvidable voz de Carlos Cano. ¿Cuánto hacía que no escuchaba a Carlos Cano? Incluso me dieron ganas de correr y buscar algún vinilo suyo de entre los que todavía andan por casa. Pero lo más importante de todo aquello es que el personal no dejaba de bailar, pero no bailaba como lo hemos hecho todos alguna que otra vez cuando hemos tenido que acompañar con el cuerpo los ruidos de una música anglosajona que pasaba y aún pasa por moda, allí se bailaban cumbias, salsas o merengues que el mismo Ibrahim Ferrer cantaría muy gustoso.

Y, como no podía ser de otro modo, nos quedamos y pedimos nuestras respectivas consumiciones mientras mirábamos y disfrutábamos con tanto bailarían entrando y saliendo de la pista moviéndose sin descanso al son de la música. Es cierto que el local y el ambiente quedaban algo lejos de mis gustos musicales, pero no tuve más remedio que admitir que si aquellas personas habían decidido salir a bailar un sábado por la noche, el que más y el que menos aplicándose al baile dentro de sus infinitas o limitadas posibilidades, su particular elección era algo que sin ninguna duda había que celebrar y, dentro de lo que cabe, disfrutar, si no tanto como los propios protagonistas al menos viendo cómo lo hacían. Allí mismo me vinieron a la memoria algunas recientes y oscarizadas películas norteamericanas –La ciudad de las Estrellas o El lado bueno de las cosas, por ejemplo- en las que el baile es un motivo básico o muy importante y me dije que prefería lo que tenía delante; probablemente fuera porque desde el idioma a las melodías me eran mucho más cercanas, o tal vez por aquello de los orígenes o esas misteriosas y recónditas improntas que ninguno sabemos o creemos poseer y que el día menos pensado despiertan al ver u oír una música de la que uno creía estar de vuelta; sensaciones, familiaridad y alegría que sorprendentemente no puedes reprimir porque las sientes tan tuyas como tu propio nombre.

El baile no parecía tener fin y los bailarines tampoco, más y menos jóvenes, mejores y peores, algunas parejas haciéndolo de forma envidiable y otras poniendo en la danza todo su empeño y concentración pero cada cual a lo suyo; diferencias que desaparecieron cuando todos se pusieron a bailar al unísono, como en esas películas yanquis en las que hombres y mujeres se organizan, cruzan y palmean ocupando toda la pista como si se tratara de una coreografía ensayada pero mucho más fresco. Y mientras los miraba admirado recordé aquel dicho -del que siempre he creído desconfiar porque en lo referente al baile no estoy en los primeros puestos, ni siquiera por la mitad- que más o menos viene a decir, dime como bailas y te dirá como amas.

Y así se fue diluyendo la noche. Era tanto el gusto y la alegría que aquel baile ininterrumpido procuraba a propios y extraños que hay que ser muy tarugo o simplemente estúpido para no congratularse de que en las noches de sábado gente de todo tipo y condición disfruten de lo lindo haciendo algo que sin duda les gusta y, en el fondo, a todos nos gustaría hacer con un mínimo de decencia, es decir, bailar. Entre tanta seriedad y devoción como muchos arrastran por esta vida con el pretexto de una escuálida dignidad que en demasiadas ocasiones nació muerta, entre tanto aburrimiento y falta de imaginación a la hora de decidirse por diversiones que nada tengan que ver con el alcohol o hacerle la puñeta al de al lado, el baile ofrece la oportunidad sacar de nosotros esa pizca que nos hace más terrenales y humanos, esas ganas de compartir la felicidad que solo nuestro cuerpo, al fin liberado de la tiranía de nuestra cabeza, puede desplegar expresándose de forma tan desinhibida y sincera.

Porque, desengáñense, jóvenes, menos jóvenes y más viejos, si no somos capaces de bailar y sentir el baile no les quepa la menor duda de que nuestras vidas son y serán un poco más desgraciadas.

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