Explicándome

Del poco aprecio que parezco mostrar en mis escritos hacia el país del cual soy originario y las conclusiones respecto a mi persona que cualquiera pudiera obtener a partir de ellos me obligan, en cierto modo, a intentar explicarme, si no lo hacen ya las propias palabras.

Somos nuestros actos, esa sería, en caso de buscar una causa o justificación para nosotros mismos -yo, en este caso-, nuestra primera y casi única, digamos, patria. Y cuando uno actúa, que vendría a ser lo mismo que decir cuando vive, unas veces se acierta y otras erramos, o simplemente nos equivocamos, lo que necesariamente obliga a pedir disculpas o tener que dar explicaciones por nuestros errores, ofensas o despropósitos a quién pueda pedírnoslas.

Las consignas que en primer lugar rigen nuestros/mis actos son, o creo que deberían ser, la educación y el respeto hacia los demás; sin ellas no podremos demandar nada o casi nada a nadie.

El resto -o casi todo lo demás- es, digamos, negociable. Puede hablarse de todo, eso sí, ofreciendo, llegado el caso, aclaraciones o explicaciones y dispuesto a escuchar críticas o diferencias de pareceres u opiniones. Por supuesto, también todo es juzgable y criticable -empezando por uno mismo- y la costumbre u obligación de intentar explicar o justificarse a partir de los actos propios mediante argumentos, a ser posible, clarificadores y razonables impone a todo aquel que pretenda hacer lo mismo respecto, en este caso, a mí, idéntica tarea, tratar de mostrar esos mismos argumentos y/o explicaciones para apoyar sus juicios u opiniones; otra cuestión es que a la otra parte le apetezca o le interese.

Creo que familia y lugar de nacimiento son cuestiones más bien secundarias que dan forma e imprimen carácter y/o peculiaridades al original. Por otra parte, nunca me he puesto a averiguar -no sabría definir con precisión ni creo que sea estrictamente necesario- en qué porcentaje familia y tierra, o tierra y familia, atribuyen a cada cual aquello que no terminan de explicar los propios actos.

De lo dicho se desprende que las personas son lo más importante de lo que sucede a nuestro alrededor, y de las que me rodean o del lugar o país en el que vivo me disgustan los sobreentendidos que implican comportamientos, prejuicios e ideas preconcebidas por simple rutina, el nefasto y destructivo “qué más da”; la desidia diaria, la falta de aprecio por lo común o compartido que muestran los gestos y acciones más cotidianas, las acostumbradas y terribles comparaciones a la baja por pereza o por simple y pura ignorancia, el peso empobrecedor de las tradiciones, la cerrazón mental que fomenta la religión más supersticiosa; la codicia como norma de conducta y la mentira sistemática como forma de ganarse o mejorar en la vida, el egoísmo más infantil, la indiferencia y el odio -que no deja de ser temor- hacia quién uno considera igual o inferior que se convierte en rastrera envidia hacia el resto…

¿Hay algo bueno por aquí? Por supuesto, lo que sucede es que me gusta disfrutarlo y cuando lo hago no pienso en otra cosa, lo que puede que sea un error porque entonces sólo me dedico a mostrar una cara de la moneda, la peor; no se me ocurre contarlo tal vez por modestia o por exceso de prudencia -aún no tengo muy claro si debe decirse o pregonarse. Las buenas personas y los buenos actos procuran beneficios propios y comunes inmediatos que nunca hay que desaprovechar, y casi ningún remordimiento; los malos -equivocaciones y errores- daños nunca deseados que provocan fastidio y malestar, quizás sea por eso que me fijo más en ellos y su reconocimiento en voz alta -mediante la escritura, creo- ayuda o debería ayudar a corregirlos y eliminarlos si con ello tenemos otra posibilidad de ser o vivir más felices.

Conclusión: Esto puede que no sirva para nada porque la única imagen válida de nosotros mismos la tienen los demás, luego…

Esta entrada fue publicada en Uncategorized. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario