Hablábamos de espaldas a la plaza cuando uno de aquellos tipos se acercó donde nos sentábamos y nos pidió un cigarrillo. Lo siento, no fumamos; le respondí. El hombre aceptó de buena gana mi respuesta y regresó al banco a tiempo para echar un trago de la nueva cerveza que acababan de abrir sus amigos, compañeros o quienes quiera que fueran los integrantes del pequeño grupo que ocupaba el banco frente al “24 horas”. Algunos de ellos fueron a sentarse con la botella en la puerta de entrada de una gestoría que ocupaba la fachada del mismo edificio, tal y como hacía un rato nos había dicho con cara de resignación que solían hacer uno de los copropietarios de la misma, un hombre joven y bien parecido que llevaba con más paciencia que fastidio la circunstancia de que junto a su negocio se hubiera instalado aquel establecimiento de apertura permanente que últimamente servía como centro de reunión para gente sin ocupación fija, de paso o de costumbres entre alternativas y disolutas. El joven nos había explicado que era imposible conseguir que el Ayuntamiento hiciera algo con aquello, ni siquiera lograr que el acceso a su negocio apareciera limpio y diáfano, tanto en lo referente a la suciedad y los vertidos de todo tipo en el suelo como a cualquier clase de objetos -propiedades o no- que acababan invadiendo la fachada del edificio y sus accesos. No era posible, la calle es un espacio público que puede ser ocupado por cualquiera, cosa que él mismo entendía y aceptaba, el problema era que, como ahora, los habituales o de paso del aquel grupo de desocupados habían hecho de ese espacio el salón de su casa e iban del banco a la puerta sin orden ni concierto y, en ocasiones y según el grado de alcohol, importunando a clientes y visitantes del negocio.
Sentados en la terraza y desde nuestra perspectiva la cosa, como nos dijo, no era fácil, entraban en juego el derecho general a detenerse y conversar dónde a cada cual le apetezca y la necesaria, salubre y cívica obviedad de disponer de un acceso limpio y aseado a un pequeño negocio que en este caso era el único medio de ganarse la vida de nuestro conocido.
Mirábamos y no decíamos nada, pero probablemente todos pensábamos parecido y no queríamos pecar de intransigentes o intolerantes. En cualquier caso la solución se antojaba difícil, aún más si había que conformar a todas las partes. El “24 horas” hacía negocio con aquel grupo variable instalado en el banco frente a su puerta, el Ayuntamiento se excusaba con lo que podía argumentando, en última instancia, que le resultaba imposible mantener permanentemente limpio el lugar, los empleados y clientes de la gestoría podían rezar porque no surgieran problemas y el resto, como no nos afectaba directamente, nos dedicábamos a mirar entre curiosos y ajenos una situación que se reproduce más de lo que nos permitimos reconocer sin que nadie quiera pringarse sentando a las partes y haciéndoles entender que la convivencia es algo común que no a todos puede satisfacer al cien por cien. Esto también es política, no todo van a ser elecciones, y quién es capaz de sentarse e intentar solucionar estas en apariencia pequeñas nimiedades será alguien en quien confiar en aquellas.