Qué bien han venido los papeles de Panamá para revitalizar a los populistas de toda calaña y sacar del letargo a los fascistas de línea dura amantes de la endémica e irrenunciable corrupción nacional y la necesaria mano firme que cure tales ambiciones, además de facilitar material de relleno a una tediosa información condescendiente con las carencias e históricas indecisiones de unos políticos locales tan dados al yo o el caos; un panorama que tenía, como de costumbre, a la población local en permanente estado de duermevela.
Un personal de a pie al que, como sempiternos durmientes ante un horizonte sin fiestas, no lo quedaba más remedio que dedicarse a lo suyo, lo de todos los días, con una resignada y obligada inercia que le descansa y deja descansar al resto; en tales circunstancias las actividades colectivas se limitan al mínimo, lo de siempre, y la charla política regresa a las borregas y repetidas exclamaciones sin pies ni cabeza en lugares comunes -bares y centros de trabajo- que dejan a cada cual aliviado y en sus trece; terapia de taberna que sirve para que unos y otros desahoguen en forma de ira embustera la permanente humillación que llevan dentro y les va comiendo el poco valor que les queda para seguir vivos, necesario para encauzar tanta frustración e incapaz de materializarse en labores constructivas al margen de las inútiles y repetidas invectivas contra quienes supuestamente vienen oprimiéndoles, robando y cabreándoles. Una diaria y silenciosa cocción a fuego lento de voluntades que sume a la ciudadanía en una desidia y desinterés colectivo sofocados y arrullados por las benditas tradiciones tan queridas por quienes, en general, son incapaces de suicidarse por flagrante incompetencia.
Pero los papeles se irán diluyendo en el día a día sin pena ni gloria, tan mojados como esa política plagada de amagos, advertencias y conferencias de prensa supuestamente esclarecedoras y sin embargo sujetas, llegado el momento de echarse mano a la cartera, a un grueso paquete de facturas pendientes reales y ficticias, históricas o inventadas, que obligan a recular hacia el establo y volver a amodorrarse en la enfermiza calidez de la siesta. Somos un país más apegado de lo que parece a la ignorancia y sus bravuconadas de catetos y refractario a los desafíos colectivos. La única forma de unión que se conoce por aquí remite al insulto y al ladrido contra la política y los políticos. Punto final.
Sinceramente, como en este país no hubieran soplado cada cierto tiempo vientos extranjeros mareando esas cabezas tan apegadas al “peazo” todavía iríamos con taparrabos.