¿Cuántos de los tipos que uno suele ver atornillados a la pantalla de un ordenador, con cara de palo y sin apenas pestañear, están realmente haciendo algo útil, ya sea para sí mismos o para los demás, incluido trabajar?
Difícil respuesta. A todos nos ha ocurrido alguna vez, o muchas, tener que esperar en una sala u oficina, da igual si en una empresa pública o privada, en la que ante nosotros se sentaban varias personas atentas con diligente aplicación a las pantallas de sus correspondientes ordenadores. Algo cohibidos por la situación -allí uno no deja de parecer un intruso que viene a molestar- nos hemos refugiado en alguna silla lo más alejada posible, si las había, dedicándonos desde nuestra posición a pasear la vista por la estancia sin cometer el error de detenernos en alguno de aquellos devotos del trabajo vía informática; aunque después de un rato, cuando la espera se prolongaba más de lo esperado y ya agotada la reserva de miradas al azar y sacado todo el provecho posible de la decoración o a cualquier cosa que se nos hubiera antojado curiosa o errónea no hemos tenido más remedio que tropezar con la tropa de enfrente y su eficiente y envidiable laboriosidad, primero tímidamente y luego con algo más de descaro, eso sí, procurando que ninguno de ellos llegara a notar nuestro vacilante inmiscuirse. Entonces solemos caer en la cuenta de que tampoco ninguno de aquellos nos devolvió el saludo cuando entramos, a algunos incluso pareció molestarle nuestra presencia a tenor de las miradas de indiferencia o lástima con las que nos correspondieron; y ahora también advertimos que desde que estamos allí entre ellos tampoco existe el mínimo contacto, quizás por la posible pérdida de tiempo o concentración. Tampoco se dirigen la palabra y mucho menos charlan o sonríen. Y después de otro rato ya no hay mucho más de lo que estirar, aquellos siguen a lo suyo y se empieza a fantasear sobre las importantes tareas que absorben a esos circunspectos y concentrados ejemplos de probidad laboral.
La sorpresa viene cuando la espera toca a su fin y por casualidad, durante un tiempo siempre breve, tropiezas con la posición desde la cual es posible ver una de las pantallas y lo que en ella sucede o se reproduce para al fin descubrir aquello que sostiene la devota atención del sujeto o sujetos en cuestión. Imagínenselo, elijan página, vídeo o juego. Fin de la historia.
Pero mi intención no es censurar lo que cada cual hace con su tiempo durante el horario laboral, se supone que todos somos mayorcitos para saberlo, sobre todo si tenemos la fortuna de tener un trabajo. Y he llegado a la conclusión de que cuanto más concentrado parece el sujeto y por lo tanto menos dado a corresponder con un saludo o sonrisa al recién llegado, gesto que una mínima educación debería dar por aprendido amén de puesto en práctica con cortés naturalidad, más estreñido y nervioso se muestra y consiguientemente menos importancia tiene lo que estuviera haciendo. Si el esfuerzo que dedicamos a parecer que trabajamos lo dedicáramos también, además de a trabajar -no soy yo quién para exigir, ritmos, celo y productividad-, a ser más amables y sociales con los demás haríamos menos molestas las esperas de algunos, y hasta jugaríamos más relajados, sin tener que fingir, puesto que todo fingimiento lleva aparejado una tensión física que puede desembocar en alguna enfermedad laboral.