Hacía bastantes años que no acudía a un teatro para ver a La Fura y lo hice sin saber qué era lo que me iba a encontrar porque previamente no dispuse ni había ojeado el programa de mano; aunque tratándose de La Fura Dels Baus, siempre más espectáculo que teatro propiamente dicho, es mejor acudir avisado, como supongo que acudiría el público que asistía a la obra, sobre todo la gente de más edad. Tampoco es que hubiera muchos jóvenes, será que la música moderna que justificaba y sostenía la representación no interesa al mocerío.
Es cierto, tal y como se vio, que la excelente composición de Stravinski deja poco espacio para lucimientos y frivolidades y que, a tono con la precariedad de medios con los que el autor dispuso a la hora de componer y ponerla en escena, el trabajo de preparación y exposición de La Fura es de alabar. Otra cosa fue lo que el espectador buscaba y qué se encontró, descubrió o le fastidió; quizás hubo quien pudo hallar ciertas fases más o menos largas o demasiado dispersas, sin matices o cortas en cuanto a elaboración, o lo que simplemente sucedió fue que la obra en sí no fue de su agrado; tal vez por la intencionada precariedad de medios, por la falta de mayor expresividad en algunos movimientos, por el ejercicio gimnástico o por los sobreentendidos que se le suponen al espectador adicto; o por la no aparición en escena del otro personaje importante en la composición de Stravinski, el diablo -es lo que tienen las versiones. También puede ser que lo mostrado sobre el escenario pareciera ininteligible, pero, sinceramente, no creo que eso fuera lo más importante en una exigente representación que dejaba poco espacio para lo superfluo. La música marcaba y dirigía por completo el desarrollo de una coreografía, puesto que ese era su auténtico nombre, precisa y enérgica que había que engullir de un tirón, una puesta en escena arropada por un sonido contundente a la que el espectador sólo tenía que asistir y juzgar, las interpretaciones vendrían después. Un sólido y trabajado espectáculo al que se le pueden poner muchos peros, o ninguno, ni siquiera la brevedad.
También, el que más y el que menos puede preguntarse por el marcado carácter andrógino del/la protagonista, su pertinencia o inconveniencia; en lo que a mí respecta demasiado impersonal y algo aventurada para los tiempos que corren, aunque, en conjunto y tal y como suele la compañía, la cuestión era no dejar indiferente al espectador. La representación en sí es válida y actual, la alegórica denuncia de una sociedad en gran parte desesperada y en la que muchos de sus habitantes serían capaces de vender su alma al mismo diablo con tal de ser felices de la única forma que conocen, la forma que el dinero procura; pero la imagen del diablo todavía infunde temores o sencillamente sigue siendo demasiado hermética, cosa evidente, sobre todo en una época tan deshonesta y temerosa como la nuestra en la que los diablos muestran mucha menos entidad, son mezquinos y más familiares, aunque igual de traicioneros. Hoy también ser feliz significa ser rico y, a falta de un Satanás hecho y derecho, el personal prefiere venderse a la infinidad de loterías de todo tipo dedicadas a fomentar las locuras más estúpidas a cambio de cuatro perras sin alma. Los vulgares diablos de hoy carecen de trascendencia y prestigio, no son tan inteligentes y astutos y se usan para dar con la egoísta solución a tantas pequeñas y cotidianas desesperaciones que, lejos de la crucial duda entre la vida y la muerte del soldado, ni siquiera pretenden conseguir como recompensa el amor de la amada.
Bueno, la cosa no parecía tan complicada, aunque luego, con el programa en la mano y puesto al día de las altas cumbres que pretendía la compañía con su trabajo, no sé si empeora, ya que, contrariamente a lo que se predica al principio del espectáculo, uno descubre que no ha asistido a una representación que el público debe juzgar tal cual, sino a una auténtica misa negra con libro de salmos incluido.
¡Ah! la perfomance o representación se titulaba Temptacions.