Probablemente sea un error de partida por mi parte intentar ver la caza como un atavismo más, una reliquia de otros tiempos que aún pervive por inercia dentro de determinados ámbitos y grupos sociales sin que al resto de la sociedad le preocupe la cuestión de su pertinencia. Digo esto porque tal vez el tema de la caza y todo lo que la rodea sólo sea una evidente cuestión de poder, una estrategia sin origen ni autor conocido dirigida a encauzar de forma aceptable el sex appeal que todavía poseen las armas para muchas personas; desde el arrobado gesto de admiración a la hora de sopesarlas entre las manos dejándose envolver por su tacto, al tiempo que se calibra mentalmente la potencia para cambiar el mundo inherente al propio objeto, hasta las sensaciones de autoridad y dominio sobre la vida y la muerte que conllevan su misma posesión. Es posible que esto que estoy diciendo le suene a chino a más de uno, o crea que se trata de un adorno semántico para dar consistencia a estas letras, pero ese atractivo es más real de lo que creemos y seduce a más personas de las que imaginamos; y no se trata de una mera cuestión de defensa personal. Sucede a nuestro lado, el mejor vecino quizás también sienta esa agradable sensación de poder que significa segar de un certero disparo la vida de un ser vivo -pueden adornarlo como mejor les parezca para justificarlo-; o pregunten a muchos de los jóvenes que intentan ingresar en alguno de los cuerpos de seguridad del Estado, qué porcentaje de su interés tiene que ver con la posibilidad de portar armas, de llevar “pipa”. Piensen entonces en la caza, una saludable y funcional oportunidad pública bien considerada de dar rienda suelta a unos deseos bastante íntimos que de otro modo igual traían de cabeza a sus propietarios. Todo lo demás, las socorridas cuestiones subsidiarias de conservación, cuidado de hábitats, ecologismo de salón, amor hacia los espacios abiertos y la naturaleza y todas esas zarandajas no dejan de ser negocios secundarios más o menos obligados. Es seguro que habrá por ahí tipos capaces de afirmar en voz alta y sin ningún escrúpulo que a ellos lo que realmente les gusta es matar y presumir de hacerlo, sin necesidad de hipócritas y ecológicas justificaciones.
Siempre el poder, pero no sólo el poder económico, para muchos la mejor forma, o la única, de estar en el mundo y, en cierto modo, tenerlo a tus pies; también es útil e incluso vital ese poder en apariencia menor que procura la, supongo, especial e íntima satisfacción de cortar una vida de raíz; deplorable cuando se hace gratuitamente. Estremecimiento, predisposición o anhelo que las armas permiten contentar logrando de ese modo la satisfacción y el desahogo de un apetito o de un reprimido deseo de dominio muy personal que gracias a la aseada y democrática cortesía que la caza supone es posible desviar hacia la vida salvaje; dejando indirectamente a salvo de consecuencias desagradables las complicaciones y pugnas de poder derivadas de la feroz competencia empresarial y de los enfrentamientos con empleados díscolos y reivindicativos con sus impertinentes y humillantes peticiones de derechos laborales y sociales. ¿Alguien pensó alguna vez en el significado último de esas guerras de broma entre amigos o compañeros de trabajo dándose muerte unos a otros de forma ficticia abatidos por bolas pintura? ¿Para relajarse y cohesionar el grupo? ¿De veras…? Vale, todo este asunto también puede ser una lacónica cuestión de practicar puntería.
El que está acostumbrado a las alfombras del poder se habitúa con suma facilidad a ejercerlo en cualquier otro lugar, o en todos los que encuentra a su paso, y qué mejor y más gráfica manera de ostentarlo que mediante el poder destructivo y mortal de las armas de fuego dirigidas contra cualquier animal, sobre todo contra los que ocupan la parte más alta de la pirámide depredadora en su entorno; siempre será preferible a apuntar las mismas armas contra competidores y subalternos.
Es cierto que a veces el azar o la casualidad ponen a tu alcance variaciones, descubrimientos y alternativas con las que no contabas al principio para el trabajo que tenías entre manos. Quizás la cuestión sea que la casualidad y el azar son propicios cuando estás metido de lleno en la tarea, entonces se encuentra de todo en cualquier sitio, o será que todo lo que se ve o se lee viene a parar a lo mismo. El caso es que antes de ponerme con la última parte de Atavismos, cuando más o menos tenía decidido por donde iban a ir los tiros, nunca mejor dicho, tropiezo en la edición on line de un diario nacional con una entrevista a un, según la cabecera del artículo, renombrado cazador profesional español al que el autor trata con servil deferencia. El tipo en cuestión, novillero en sus años mozos -no podía ser de otro modo-, comienza jactándose de que con tan solo ocho años mató a cuchillo a su primer animal salvaje -me pierdo los increíbles orgasmos que debe producir semejante faena-; eran los inicios de un héroe moderno, orgullo familiar de la raza para mayor gloria del futuro de la humanidad. Me tomé la molestia de leer la entrevista-reportaje, y como no hay nada mejor para hacerse entender que un buen ejemplo, me vino de maravilla.
Tampoco es que hubiera mucho de interés, excepto para iniciados, supongo. El tipo en cuestión venía a decir que su trabajo, y tiene cada vez más, es un trabajo por encargo y fundamentalmente consiste en ponerle las piezas “delante de los huevos” al pagano de turno; ¿los paganos? la nobleza, empresarios del IBEX 35, apellidos ilustres y directivos de multinacionales -se acuerdan del señor Blesa posando tan ufano al amor de sus víctimas; saquen sus propias conclusiones-, o en última instancia un tipo de clientes que se pueden permitir satisfacer su pasión (?). También hablaba de lo excitante que es matar un animal salvaje africano a partir de doscientos euros -traslados, alojamiento y sus honorarios aparte-, porque un venado de Europa no sirve para mucho más que para hacerse la consiguiente foto, no tiene comparación con aquello. También hablaba de señores cazadores que se dejan la pieza en el taxidermista de turno porque luego no pueden o no quieren pagar el transporte desde el taller hasta el salón de su casa. El tipo también se mostraba enfadado con esa gentecilla a la que, siguiendo modas, le ha dado por manifestarse en su contra, y soltaba perlas como ésta: “Si prohíbes la caza creas un núcleo de enfermedades: donde comen 300 animales no pueden comer 1.000; la consanguineidad se vuelve horrorosa, hijos cubriendo a sus propias madres; se convierte en un foco de enfermedades, tanto para los animales salvajes como para los domésticos.”
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Si Dios existe debería pedir inmediatamente consejo a tipos así para evitar que la incompetente naturaleza que él creo se vaya a pique. Aunque semejante pobreza mental y esa arrogancia de cateto no merezcan la pena son, sin embargo, las mismas arrogancia y pobreza mental que alimentan el poder. Qué lejos quedan las sinceras pretensiones de Miguel Delibes, al menos él, como la persona sensata que sin duda era, no se habría atrevido con parecida insolencia.
¡Ah! se me olvidaba, con una caza sistemática bien organizada se pueden crear muchísimos puestos de trabajo, incluso hacer prosperar países enteros, enormes cotos de caza despojados de origen e historia. Bernard Mandeville en La fábula de las abejas, allá por el siglo XVIII, ya nos decía que los vicios privados hacen la prosperidad pública.
PD. Pido disculpas a los numerosos colegas de Miguel Delibes, en pensamiento y obra, que todavía patean el campo con una escopeta al hombro a la búsqueda de piezas; o de la muerte, así, como suena.