Muertos

Conversaba con mis compañeros ajeno a lo que ocurría alrededor cuando tuve que hacerme a un lado para dejar pasar y sentarse en la mesa contigua a un señor grande y bien vestido que se movía con cierta lentitud. Tras el favor seguí con lo mío, con lo nuestro. Pero a partir de ese momento no pude evitar captar partes sueltas de la conversación, en tono más bien alto o despreocupado, de la mesa de atrás, la que ocupaban el antedicho señor y un par de mujeres de las que no puedo precisar la edad. La conversación, más bien intrascendente y de circunstancias, saltaba de un sitio a otro sin mucho orden porque lo importante era la conversación en sí, el hecho de estar allí sentados hablando, viviendo, en el sentido más concreto y limpio de la palabra. En un momento determinado el tipo se puso a hablar de las dificultades, no sé si físicas o de ánimo, para salir de casa, a dar un paseo, tomarse un café o ver el sol en directo, actividades más plácidas y cordiales que el trajín diario de cualquier otra persona más o menos activa; y en esas estaba cuando no tuve más remedio que detenerme en una de las frases con las que aquel señor entretenía a sus contertulias… “cuando salgo o pensándolo en casa caigo en la cuenta de que conozco a más muertos que vivos. Tal cual, entonces hice un alto en la conversación que me concernía e intenté anotar mentalmente lo que acaba de oír; afirmación que indudablemente sólo podían venir de un tipo de bastante más edad que yo. Al margen de la incoherencia o error de la frase, “conocer a más muertos que vivos”, el sentido de la misma era claro y certero, dibujando en la imaginación del inesperado oyente una hipotética balanza de rostros e imágenes en la que el peso de lo recordado era mucho mayor, al parecer con diferencia, que los rostros y lugares del presente; sin embargo, no pude advertir si en sus palabras había un deje de pesar ensombreciéndolas o más bien una muestra de impotencia o resignación y algo de sorpresa ante lo inevitable en las cosas del vivir. Y la pregunta que surgió a continuación fue en qué modo es interesante, aceptable o merece la pena la vida para una persona en tales circunstancias; si continuar vivo se convierte en una actividad desesperada o contra reloj o, en cambio, se puede vivir de forma relajada y feliz, independientemente del interés que siga poseyendo este acelerado mundo. Supongo que el señor en cuestión tendría gente a la que ver con gusto y regularidad y con la que compartir su tiempo, con la que disfrutar de buenos momentos en compañía y ellos con él; verse y charlar o preguntarse por todo aquello que nos preguntamos cuando no se nos ocurre nada que decir pero no queremos irnos todavía. Por no hablar de la presencia de una hipotética familia que, al margen del obligado débito para con los propios, mejor o peor llevado, siempre es un lugar o refugio en el que disfrutar o solazarse cuando los tiempos no son propicios o se precisa esa compañía sin palabras que sólo los más cercanos, a pesar incluso de su inintencionada indiferencia o sus atareados presentes, pueden ofrecerte.

Con todo, cuesta imaginar esa sensación, no sé si, como he dicho antes, de impotencia, resignación o de cierta soledad a la que induce la frase que ha motivado estas letras. La ausencia de tantos a los que uno estaba habituado a saludar, a los que quería, con los que hablaba, discutía o incluso llegó a odiar y que ya no están en este mundo, han dejado de formar parte de una vida que comienza a resentirse preguntándose de forma sorprendente e ingenua por tantos huecos sin renovar. Esos muertos “conocidos” que ya son más o muchos más que los vivos que conoces. Cómo responden el cuerpo y el alma, la misma voluntad, y cómo empujan esas fuerzas que cada mañana han de hacer acopio del valor necesario para sacar los pies fuera de la cama y decirle al sol, allá voy, otro día más y aquí sigo, aunque tenga que volver a buscarme y buscar en este cada vez más raquítico presente que me gobierna y sobre el que mis pies me siguen manteniendo firme, porque todavía no es momento para despedidas.

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