Españoles

Hace unos días me llamó la atención un titular de un diario nacional en el que se leían unos supuestos gritos o consignas provenientes de un grupo de antitaurinos, o de alguno de sus integrantes, que con motivo de la vuelta de las corridas de toros a San Sebastián se manifestaban en la calle ante una prensa siempre dispuesta a tomar buena nota en forma de noticia de cualquier histrión que les salga al paso. La frasecita decía más o menos así: “Venís todos los putos españoles”.

Y mi primera reacción al leer semejante memez fue pensar, ahí tenemos a otro español de pura cepa. No hay nada que nos identifique más como país que el odio que somos capaces de engendrar y vociferar contra nuestros vecinos, ya sean los del pueblo de al lado o los de la comunidad colindante; una rancia tradición para la que siempre vienen bien los inevitables españoles, sempiternos culpables de miedos particulares o locales, de la pura y simple inoperancia o de una flagrante incompetencia. Es admirable la clamorosa ignorancia de la que hacen gala estos ciudadanos tan orgullosos de su terruño y sus costumbres, gente desorientada y necesitada de enemigos a los que culpar de cualquier cosa y deseosa de unirse a la primera bandería dedicada a tirar balones fuera con tal de tapar las propias carencias. Estos tipos son el mejor ejemplo de esos españoles incapaces de vivir y sentirse como ciudadanos en un mundo que, si puede o debe tener algún futuro, inevitablemente ha de ser común. Tipos dispuestos a lanzarse a la calle y gritar consignas contra todo aquello que amenace su supuesta seguridad mientras sueñan con vivir en el interior de una cárcel en la que no puedan ser invadidos por extranjeros, sobre todo por los temibles y odiados españoles.

Si echáramos la vista atrás, al final de la dictadura y primeros años de esta democracia que tan mal disfrutamos, tal vez nos sorprenderíamos de la enorme corriente de solidaridad y esperanza que por entonces circulaba entre los habitantes de este desgraciado país. Por fin nos desembarazábamos de la maldita dictadura y se abría ante nosotros una puerta común, Europa seguía ahí al lado y nos esperaba con los brazos abiertos, mirábamos a un porvenir en el que por fin podríamos sentirnos ciudadanos adultos y construir con nuestras propias manos una verdadera democracia, o al menos intentarlo, colaborando unos con otros para conseguirlo. Pues no, aquellos sueños y esperanzas de nuevos demócratas se fueron a la basura, hemos vuelto hacia atrás, o a las andadas, al natural de la península ibérica, al complejo de inferioridad, al rencor, la intolerancia y el banderismo, a culpabilizar a los que son, estaban y siguen estando donde nosotros de nuestras propias penurias. Eso sí, las cosas no se han hecho en un día, se han necesitado otros cuarenta años para romper la espontánea unión que entonces se palpaba en la calle; toda una tarea de adoctrinamiento y manipulación desde la escuela hasta conseguir que una parte de aquella ilusionada gente y sus hijos hoy supuren un odio visceral contra quienes son sus iguales, una metódica tarea de la que se han venido encargado unas camarillas de caciques regionalistas y provincianos que no han tenido pudor en abrasar la memoria común de la población volviéndola temerosa y egoísta, llegando a la mezquindad de hacer que los habitantes de este país se acusen entre ellos de derrochadores o de vivir unos a costa de otros.

Pero ninguno de estos atemorizados y violentos ciudadanos que tan pronto se echan a la calle a gritar contra los españoles exigiendo libertad para elegir se ha preocupado por hacer memoria y repasar la política nacional durante estos últimos cuarenta años, y así comprobar cómo esas mismas camarillas encargadas de sembrar la ponzoña y el odio nacionalista entre sus vasallos no tenían ningún pudor en pactar con los gobiernos de Madrid para satisfacer sus intereses particulares. Por ejemplo, nacionalistas catalanes o vascos no mostraban escrúpulo alguno en gobernar en común con los herederos de los fascistas o los nuevos socialistas a cambio de poder, dinero y la potestad de adoctrinar de forma feroz y sistemática a la población de sus propios feudos inventando falsas historias y consignas que hoy los siervos más iletrados asumen como suyas sin ningún espíritu crítico; fabricando durante estos años masas aficionadas al grito y a la violencia urgentemente necesitadas de un sagrado punto fijo en el suelo que rija sus desnortadas cabezas. Jamás ciudadanos del mundo.

¿Dónde paraban durante estos años la voluntad popular y el derecho a decidir? ¿Qué creían que votaban cada vez que se celebraban elecciones? ¿Algún ciudadano, ahora sin libertad, cuestionó o echó en cara a sus queridos representantes esos convenios interesados que firmaban con los españoles en Madrid? ¿A costa de quién se creen que viven ellos? O es que, tal y como Pablo, de pronto han visto la luz y en lugar de decirse mil veces gilipollas por haber permitido a sus representantes -¡los mismos de ahora!- hacer, deshacer y enriquecerse a su antojo sin que les importara una mierda la propia ciudadanía, han decidido mirar hacia otro lado y culpar a los españoles, el socorrido coco de siempre, de sus carencias y el deplorable estado de sus políticas locales. Claro, porque si esa política local funciona es debido exclusivamente a ellos.

En lugar de haber construido un país moderno y democrático, más que necesario después de una larga dictadura de la que una gran mayoría de la población estaba deseando salir para sentirse ciudadanos de un mundo libre, hemos vuelto a las facciones, al odio entre compatriotas, al rencor y el resentimiento, encerrados en nuestros propios miedos y sujetos a un ibérico complejo de inferioridad que nos sigue atando al pasado. Este presente es un presente común en el que no hay diferencias, simplemente porque no existen, las inventan, unos al lado de otros somos indistinguibles. Por favor, vamos a colaborar juntos, comportémonos como adultos y dejemos de culpabilizar a los españoles de nuestros propios miedos y errores.

 

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