Es la última mesa libre en un restaurante al que, para llegar, hemos tenido que atravesar las terrazas completamente vacías de otros dos. Numerosos camareros se mueven con diligencia y rapidez atendiendo unas mesas dónde los clientes comen y charlan a gusto. Cuando más tarde pidamos la cuenta nosotros también estaremos muy a gusto, recordando agradecidos al tipo que en la Estación Marítima, antes de la salida del transbordador, nos recomendó un lugar para comer algo difícil de encontrar. Ta’ Karolina es su nombre, en Xlendy, una minúscula población en la isla de Gozo, la otra parte más pequeña de Malta, en el centro del Mediterráneo. Después saltaremos al agua transparente desde un alto trampolín de obra construido en la entrada de la pequeña cala en la que se halla el pueblo. La tarde no puede pintar mejor y no nos defraudará. Por eso estamos en Malta.
Tras enumerar los platos de la carta -sin chuleta-, el dueño o encargado de Rubino, un pequeño y antiguo restaurante de La Valeta junto a la zona turística nos recomienda algunos de ellos; todo esto dicho en maltés, inglés o italiano. Después, cuando nos sirva el conejo nos recomendará comerlo directamente con las manos, recomendación que cumplimos gustosos porque el plato lo merece. Más tarde, cuando inevitablemente surja un principio de conversación en el que nos entenderemos a medias -mi inglés no es todo lo bueno que debiera-, el mismo señor no reaccionará cuando contestemos a su pregunta sobre nuestro lugar de procedencia, no conoce ni le suenan La Mancha o Don Quijote, a lo sumo Sevilla. No puedo evitar sorprenderme ante su ignorancia sobre el Quijote, pero creo que es mi problema. ¡Qué grande es el mundo! Luego repartiremos la tarde entre el sol y el mar, amenizándola con historias de piratas, luchas religiosas, asedios y caballeros de San Juan, hasta que nos paremos sorprendidos ante un enorme transatlántico girando sobre sí mismo en el centro del estrecho puerto antes de atracar. Desde donde estamos podemos distinguir los centenares de celdillas que abarrotan sus cubiertas, pequeños nichos repletos de hormiguitas voluntariamente encerradas sin nada que hacer. Una vez quieto el monstruo vomita mecánicamente una larga fila de insectos que suben en autobuses o se diseminan por las calles del puerto sin rumbo; hasta la cena. Al día siguiente lo veremos partir con tanta tristeza como alivio. Cuando se haya ido el puerto lucirá mucho más intrincado y bonito. Es Malta.
Ya en la laguna azul reconozco el acierto de haber acudido temprano y me atemoriza imaginar cómo lucirá un rincón tan encantador cuando el insaciable e insensible turismo de ida y vuelta lo desvientre sin piedad; será imposible distinguir el azul del fondo entre tanto arrogante yate privado y unos autobuses marítimos que vienen y van atronando la mañana con música estridente y hortera. ¿Qué impone el turismo? ¿Caerá Malta por su pendiente? Sin embargo, creo que nadie puede discutir el derecho de los nativos a vivir como mejor les parezca a costa de su territorio, a utilizarlo como deseen. ¿Por qué era mejor una colonia fenicia que griega, inglesa o que Benidorm?
Otro día tropezamos con una pequeña playa de aguas transparentes. El siguiente seguimos un camino que termina en una pequeña laguna semiescondida rodeada por pequeños cobertizos cerrados a cal y canto -un cubo de ladrillos al lado de otro, hechos y pintados de cualquier modo-, construcciones básicas que tal vez contengan la barca de turno o la precaria estancia para alguna semana de verano lejos del trabajo; sin bares, hoteles o sombrillas, sólo para el disfrute de los locales. La sobremesa sucederá en otro pequeño puerto, ante una grappa y una conversación de fondo que nunca llegas a saber si se desarrolla en maltés, inglés o en italiano.
Por todos lados hay obras de reconstrucción de fortalezas, barrios y monumentos, también de carreteras; los fondos europeos y sus inmediatos beneficios, porque el país no parece tener para mucho. El turismo de traicionero futuro, pero ¿cuál? Me lo pregunto plantado ante de uno de esos superyates horteras repleto de sofás y niquelados, esos mismos a los que la prensa más zafia gusta poner precio mientras predican sobre los millones de sus propietarios, todo ello envuelto en la más asquerosa baba. Un barco hecho para quienes desprecian el mar, un bote fantasma por el que se mueven numerosos criados que van y vienen regando y limpiando, bayeta y abrillantador en mano, maderas, cojines y metales deslumbrantes, hasta el último peldaño de la última escalerilla que desciende hasta el nivel del agua. Un barco muerto exclusivamente fabricado para permanecer amarrado provocando la envidia general. Entonces confirmo una opinión a la que venía dándole vueltas hace tiempo, al propietario o propietarios de este tipo de mamotretos nunca les gustó el mar.
Pero esta era la anécdota del viaje, nos quedan más cosas de Malta por descubrir.