Malta 2

Tras los primeros contactos la población local no parece, digamos, muy expresiva o se deshace en atenciones, sus formas son más bien correctas tirando a parcas o austeras, a más de uno incluso le podrían parecer desagradables, pero, como suele suceder, el carácter es el carácter y no siempre se encuentra lo que más gustaría o simplemente se espera de antemano. Una muestra más que añadir a esa especie de resignación, fastidio o indiferencia local generalizada: caminar durante varios minutos bajo un sol de justicia hacia un monumento que deseas visitar y darte con la puerta en las narices, cosa que no tendría mucha importancia si no fuera porque antes de iniciar el camino preguntaste en un punto de información por el lugar, dónde se encontraba y cómo llegar hasta allí. Es tan poco o quizás reciente el interés hacia el visitante que en la oficina de turismo de la capital sólo pueden ofrecerte un escueto y básico plano de La Valeta; no hay nada sobre la isla, lugares de interés, carreteras, transportes u horarios, así que hasta luego, y mientras te alejas imaginas que alguien habrá reparado en ello y estará poniendo los medios para subsanarlo.

Decía en la entrada anterior que los habitantes de Malta habían decidido encomendarse a Dios por despecho hacia el mundo, luego me entero de que Malta es la nación más religiosa de Europa, aunque no hacía falta, eso puede comprobarse en cualquier esquina, mucho más cuando tropiezas con las consabidas fiestas locales y su profusa decoración, un enorme despliegue de imágenes, pinturas y decorados de cartón piedra que adornan y envuelven desde las farolas hasta las fachadas de los templos, también engalanadas con infinidad de luces ensambladas como hace años se hacía por aquí. Tampoco faltan las banderas, decenas de banderas ondeando en un sinfín de mástiles culminando un gran número de edificios; hay plazas enteras en las que cada uno de los edificios que la constituyen soporta el consiguiente mástil a la espera de la correspondiente enseña; desde la del simple consejo local hasta la identificativa de la población. También se queman fuegos artificiales antes, durante y después de los desfiles procesionales, y se hace de forma larga, pausada y ceremoniosa, sucediéndose los cohetes con una cadencia en la que varían los periodos y la intensidad de las explosiones, dando forma a una especie de rezo cansino que se prolonga y difumina a medida que pasan los minutos u horas en lo que casi parece una plegaria.

Los lugareños, siempre a lo suyo, se engalanan para asistir a las ceremonias religiosas y desfilan felices y orgullosos; aunque también se sientan en plazas, jardines o en la sociedad filatélica de turno durante la mañana, por la tarde o por la noche a jugar a lo que por aquí decimos bingo y ellos llaman tómbola. Una estancia amable que a lomos de la repetida cantinela del cantor o cantora de números devora las horas sin estridencias.

Como ceremonias parecen las reuniones de paisanos en playas minúsculas y calas escondidas para los foráneos, o al otro lado del paseo marítimo en las zonas dónde sí paran los turistas; grupos grandes y pequeños de comida, merienda o cena dispuestos a cumplir el ritual de baños de verano pertrechados con un mobiliario que recuerda a los lugares de baños de interior que durante los años sesenta y setenta se veían por aquí -bolsos, neveras, una vacilante sombra sobre cuatro palos, mesas, sillas, etc.-, hablando, comiendo y bebiendo alrededor o junto a la inevitable barbacoa animada con petróleo, combustible que procura un penetrante olor que me transportaba a las estufas de mi infancia, ingenios que suministraban un calor precario y barato además de aromatizar toda la casa con su inseparable tufo a petróleo quemado. Y, más curioso aún, grandes grupos de chavales de entre diez y dieciséis o diecisiete años -sólo chicos- compartiendo camaradería, risas y juegos al cuidado de dos o tres adultos encargados de transportarlos, poner orden y organizar bocadillos y comidas al amor de la correspondiente barbacoa también alimentada con petróleo.

Una peculiar cultura que a cualquier viajero observador puede parecerle de otra época, un pueblo que, viviendo en el siglo XXI, se deja ver como si todavía no hubiera abandonado los años del siglo anterior. Tampoco les preocupa mucho.

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