Sentado en un banco un tipo solitario se dedica a hacerles gestos con la boca, supuestamente atractivos o insinuantes, a toda mujer que pasa por su lado. Un mendigo sin brazos desde los hombros y arrodillado en el suelo agita frenéticamente un gran vaso con monedas sujeto con los dientes; más adelante, a unos cien metros aproximadamente, alguien que fue un hombre completo, ahora es otro hombre de medio cuerpo -tan sólo de cintura para arriba-, también pide lo que la gente quiera dejar caer. Mientras me alejo me pregunto qué sucede con el resto de su cuerpo ¿cómo puede vivir? Y en estas pasa a junto a mí una mujer de mediana edad elegantemente vestida y de gestos concretos y decididos, protegida por unas gafas de sol y una conversación a través del teléfono móvil, que de pronto se vuelve buscando en el suelo algo que no acaba de encontrar, hasta que detrás de los pasos de una pareja que se mueve en su misma dirección recoge un papel arrugado que debió dejar caer por descuido y que guarda en la mano para, un poco más allá, tirar en una papelera. Sonrío y vuelvo a detenerme en una pareja compuesta por un tembloroso anciano vestido de traje y sin corbata acompañado del brazo por una enorme mujer sudamericana encajada en un mínimo vestido casi a punto de estallar. La mujer, más alta que el anciano, es también grande en proporciones, a lo largo y a lo ancho, pero no gruesa, lo que sucede es que su esqueleto debe de ser también enorme. Vuelvo a sonreír y sigo mi camino haciéndome prometer que debo dedicarme exclusivamente a mis cosas.