Tenorio

Sobre el Don Juan Tenorio de Juan Mayorga y Blanca Portillo.

Otra vez el Tenorio, más de lo mismo, otro de esos imponderables adosados al ideario más rancio de un país que todavía sigue respirando en la calle contra del tiempo. De nuevo ese incómodo espectáculo de ambientes tan aviesamente locales en los que la fanfarronería, “los huevos” y el desprecio hacia lo que no soy yo -nada-, se siguen admitiendo como carta de presentación. Cualquier bareto de tres al cuarto en el que dos machitos jactanciosos y sus serviles secuaces babean sobre un honor barato y sus hazañas de violentos catetos barriobajeros intentando ahogarse en deslenguado alcohol. Pero en este caso un enorme escenario consigue que las vilezas de los protagonistas se diluyan en una calmante lentitud, una austera y oscura caja de resonancia que mediante sombras y pasos medidos engulle con complaciente respeto tanta majadería y tragos chulescos entre falsos amigos de esos de toda la vida; qué grande parece el escenario, qué grande es el teatro cuando consigue alzarte de la butaca y volverte a dejar en el mismo sitio con más curiosidad que antes. ¡Pero si es el Tenorio! pero este no lo había vista antes. Es el mismo y mil veces releído verso excelentemente recitado que, salvados los primeros instantes de confusión y atropellada audición, acaba serenándose y serenándonos dispuestos a ser de nuevo sorprendidos con “aquella apartada orilla…” que cuando suena nos parece nueva, para algunos tan distinta que luego, una vez en la calle, recordaremos con satisfacción que casi no la esperábamos. Y con ella regresábamos al escenario. Las comparaciones ya no pueden ser las mismas, esos siglos de distancia en el tiempo han servido para algo, no parece que fue ayer. Como también nos lo dice esa mujer que canta preñada de vida, otro desafío que la dirección o el bendito azar han elegido para plantarle cara mediante su hermosa voz y su consistente pequeñez a tanta mentira, dolor y muerte como se vienen derramando desde el mismo escenario. Ni siquiera algunas tímidas y esporádicas risas entre el público, según qué o quién y que no acabo de compartir, logran distraerme del desarrollo de la obra; afortunadamente el teatro es de todos y todos asistimos con nuestro derecho si con él somos capaces de respetar tanto el de los demás como lo que se nos está ofreciendo.

Fue más tarde, cuando leyendo las palabras que la directora nos ofrece en el programa de mano entiendes que el teatro no puede acabar nunca, que cada generación tiene el derecho a exhibir su particular y personal buceo y/o reconocimiento de sus propias raíces, esas que sin falsos lavados de cara nos muestran tal y cómo somos, aunque no el por qué; como dice la directora, ese esperpéntico modelo que venimos arrastrando desde que tenemos memoria, ese modelo de destrucción, de crueldad, de desprecio por la vida que, por ejemplo, todavía encarnan los toros, ese chulesco y desafiante desatino que sigue parasitando el imaginario colectivo anclado en un negro y bárbaro pasado que ya ni siquiera tiene fuerza para los sepia. Pero me pierdo.

Tanta sencillez y austera maestría escenográfica no podían levantarse sólo para adornar el engaño, para contener burlas, sangre y pendencias de taberna, tiene que haber algo más, y ese algo más es el lúcido y magistral destello que reivindica la obra, el teatro y al género humano, esa soberbia escena en la que una ingenua Inés prisionera de sus hábitos y rebosante de candor y dulzura desgarra su alma y desangra su corazón ante la enésima y malvada mentira; es ella la que mediante sus pudorosos, recatados, infantiles y sinceros movimientos y ademanes rescata al público y al teatro del mal y la mentira que gobiernan el mundo diciéndonos que hay algo más que machismo, traición y chulesco desafío. Gracias a esa estupenda y breve Inés es creíble el tardío enamoramiento de Don Juan, es creíble el atónito infeliz incapaz de reconocerse a sí mismo en esa alma de pronto tan llena de amor. Seguimos allí más sorprendidos si cabe que al principio, atrapados, imaginando que aún desconocemos el final, ¡el final del Tenorio!

Y en estas han transcurrido las dos horas y media de un magnífico espectáculo -¿ya es tan tarde?- y aunque don Juan descienda al patio de butacas y pretenda echarnos de allí nosotros no queremos irnos porque seguimos estando con él, porque a pesar de todo lo entendemos y nos ha vuelto a embrujar, porque lo sentimos como nuestro aunque sigamos odiándolo, creyéndolo pero no aceptándolo. Y nosotros también nos vengaríamos de él escupiendo sobre su cadáver, sobre este pueblo todavía incapaz de reconocerse y modernizarse a la hora de repudiar y abandonar modelos que nunca debieron convertirse en ejemplos del mal que constantemente nos asiste.

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