Hace poco fui testigo de una especie de enfrentamiento por paulatina elevación de tonos que sin llegar a discusión protagonizaron un par de conocidos, por otra parte de acuerdo en casi todo. La cuestión tenía que ver con la pureza como requisito indispensable para cualquiera que quiera acceder a la arena política de este país. Es decir, si lo que hay no merece la pena porque, a día de hoy, no se salva nadie, ocupe el cargo que ocupe y sin que importe el lado del espectro político donde se mueva, los nuevos aspirantes deben aparecer limpios e inmaculados, porque cualquier asomo de mancha supone impepinablemente que, antes o después, el tipo en cuestión acabará metiendo la mano en la caja, y para eso con lo que hay es suficiente. Si intento dejar a un lado las personas y motivos es porque me interesa ese repentino anhelo de pureza al que se iban adhiriendo una mayoría de los presentes como único argumento para justificar sus recelos y temores a los nuevos y lo nuevo o por venir, una posición supuestamente crítica que, ante las dificultades para dar con alguien que cumpliera sus exigencias al cien por cien, amenazaba con derivar en un desprecio e indiferencia hacia la política justificado a partir de una, según los más beligerantes, inevitable e incorregible tendencia a la corrupción endémica en el hombre, lo que conminaba a zanjar cualquier conversación, ni siquiera proyecto o decisión, con un punto final que dejaba todo detenido o en suspenso, una especie de inmovilismo que nos convertía a todos en unos monigotes ineptos incapaces de gobernarse o decidir por sí mismos. Somos prisioneros de nuestras debilidades, lo que afortunadamente no quiere decir que cualquier propósito de enmienda, los esfuerzos por llegar a puntos comunes a partir de una renovada y mutua confianza o la simple voluntad de cambio por parte de las personas sean palabras huecas, aunque nuestra desafortunada experiencia nos diga lo contrario, sólo es la nuestra; y es curiosa la postura de tan solemnes y puros ciudadanos, inesperados adalides de la probidad y la honradez juzgando sin piedad a sus semejantes sin pensar en sí mismos ni preguntarse por los motivos de sus, de pronto, exigentes y purificantes condiciones; según ellos lo mejor es dejar las cosas tal y como están y que cada cual se busque la vida, posición que despide un espeso tufo reaccionario. Tampoco se les puede preguntar ni les gusta hablar de la suya
Probablemente hayan oído esa sentencia bíblica que viene a decir, más o menos, que quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Esas palabras apelan a la misma falibilidad humana, es el reconocimiento de las dificultades a las que cualquier hombre ha de enfrentarse a lo largo de su vida y la siempre complicada elección del camino correcto, amén de los apuros para sobreponerse a los momentos de debilidad. Pero el hombre no es sólo error, aunque la acumulación de los que hoy sufrimos justifique el actual desprecio hacia la totalidad de la clase política y haga de la limpieza de sangre una exigencia fundamental para cualquiera que intente acceder a ella, no obstante ¿hasta dónde hay que llegar a la hora de inmiscuirse en la intimidad de cualquiera para darle el visto bueno? Bien pensado, creo que es muy difícil o casi imposible tal pretensión de pureza, principalmente porque las cosas se complican en más ocasiones de las que quisiéramos o deseáramos y jugar con mala fe a la hora de imponer un rasero tan exigente no es tan acertado como a primera vista podría parecer; tales pretensiones pueden llevarnos, por temor a volver a equivocarnos en nuestra elección a, como ya he dicho antes, permanecer permanente quietos, o sea, tal que muertos, para beneficio de los de siempre, los mejor situados. Un ejemplo, creo que no es lo mismo utilizar un día el coche de la empresa para hacer un porte personal que defraudar, dejarse sobornar o malversar cientos de miles o millones aprovechándose de un cargo público. Estaremos de acuerdo en que a la hora de juzgar las dos faltas, que lo son en su error, habremos de utilizar raseros diferentes. Ya sé, es inevitable la generalización, pero también es cierto que no podemos plantarnos en una posición intransigente pidiendo a los demás lo que probablemente nos olvidamos de exigirnos a nosotros mismos en más ocasiones de las que creemos. ¿Existen personas cien por cien puras?
Si hoy tenemos la política y los políticos que tenemos estamos en la obligación de revisar de arriba abajo a los aspirantes, pero ¿es justo denunciar y por ello expulsar a partir de una mínima mancha porque en ella estamos seguros de atisbar al futuro defraudador, ese que a las primeras de cambio se pondrá a hacer de las suyas, o sea, más de lo mismo? ¿Justifica tan exigente condición que, dadas las dificultades para encontrar a alguien que satisfaga a todos, hemos de pasar entonces de la política y denostarla por los siglos de los siglos? ¿En qué lugar está escrito que la política no la hacen los hombres, debilidades incluidas? ¿Dónde pone que es imposible establecer medios de control político y de los políticos? ¿Justifica todo ello que debamos dejar la política en manos de cualquiera que quiera medrar a costa de nuestra santa indiferencia porque hemos decidido que político significa tipo sin escrúpulos, y con ello posar de espaldas a un sinfín de decisiones tomadas por otros que nos “obligarán” a vivir de un determinado modo a costa de nuestra justa e “inútil” pasividad? En la trifulca que motiva estas letras una de las partes estaba dispuesta a pasar por alto los pequeños errores porque consideraba que hay casos en los que no se puede juzgar a las personas por cuestiones pasadas relativamente menores. Eso no quiere decir que haya que olvidarlas. La otra parte no, sencillamente tampoco eran de fiar, pero ¿cuántos temores o qué oculta una postura tan intransigente? Y entonces ¿dónde encontraremos santos para que gobiernen?
La cosa se fue enervando en función de un único argumento que nada tenía que ver con la conversación, intentar pisar al otro a costa de elevar el volumen. Al final y como era de esperar cada cual salió por su lado y la reunión se fue al garete. ¿Qué quedó? Intransigencia, incapacidad para escuchar y entenderse y parálisis completa de toda actividad, amén de desconfianza y un temor general subyacente. Se nos olvida con demasiada frecuencia que vivir juntos significa dejar a un lado los maximalismos personales y hacer lo posible por cooperar. Estamos condenados a ponernos de acuerdo, y esto creo que ya lo he dicho antes.