Borgen

Borgen es una serie danesa que se ve bastante bien porque sus personajes y situaciones son creíbles en un alto porcentaje -a veces se olvida que se trata de una ficción-, y se disfruta con un plus de expectación y un punto de incredulidad cuando inevitablemente llegamos a preguntarnos si en la vida real un político puede seguir siendo honrado y moverse permanentemente en el ojo del huracán. Borgen presenta situaciones políticas tan democráticamente reales como imposibles por aquí -es inevitable, tanto la añoranza como la comparación-, por lo que uno acaba teniendo la desagradable sensación de que nuestros políticos jamás podrían ser y comportarse de ese modo. Borgen muestra las bambalinas de un poder y una política que, si hemos de creer real, aunque sea en un mínimo porcentaje, sólo pueden darse en la propia Dinamarca o en países con similar tradición y solera democrática. Cualquier comparación política y democrática con lo que por aquí sufrimos -repito, es inevitable- se nos antoja simplemente imposible; en nuestro racial y permanente cachondeo e ignorancia democrática infestada de corrupción y acusaciones mutuas es como si habláramos de marcianos.

Debo confesar que me costó entrar en la serie, probablemente debido a mis malos usos televisivos, es decir, a un exceso de series norteamericanas que le hacen a uno habituarse, más de lo que pueda imaginar, a realizaciones, formatos y recursos dramáticos de los que luego es difícil desprenderse, y la mejor prueba para comprobarlo es enfrentarse a series de otra procedencia. A partir de Borgen se me ocurre que tal vez el público y la crítica de por aquí nos comportemos como catetos al rendirnos boquiabiertos a esas series norteamericanas sobre el poder que hablan de tipos supercorruptos y malvados imposibles a merced de retorcidos guiones que inventan una sobrecargada y casi diabólica realidad, venden un exceso consumista de maldad que acaba hartando en su calculada sinrazón.

La serie también puede verse como un curso acelerado de política democrática en la que priman los intereses públicos y una política de estado que se mueve por encima y más allá de aspiraciones particulares y partidistas, que también las hay y de todo tipo, mostrándose en general una decencia democrática y unas composturas que, repito, probablemente debido a los malos usos que se dan por esta tierra, uno puede llegar a ver con un punto de desconfianza. En cualquier caso, si los modos democráticos del país que produce la serie se asemejan, incluso por lo bajo, a los que se muestran en la pantalla, nos queda mucho camino por recorrer; y uno llega a pensar en un camino imposible. No se puede hablar ni educar en democracia cuando los políticos de tu propio país desprecian por principio la educación. Esas maneras políticas ni se huelen por estos lares, por aquí pesa demasiado un reaccionario y sagrado desprecio de clase que condiciona y mata antes de que pueda ver la luz cualquier política pública posible; aquí todavía mandan los caciques, los señoritos y la nobleza de clase bendecida por la iglesia. Y nuestra clase política está tan habituada a las mayorías absolutas para gobernar que es incapaz de sentarse y forjar una política de estado por encima de intereses sectarios, ni llegar a acuerdos de mínimos en políticas a largo plazo, ni la población entiende otra política que la del sistemático aplastar al otro, de palabra y obra, dejando como único resto un erial que cada cual mal siembra a su modo y en el que no puede crecer nada socialmente útil o relevante. Sobran hisopos y faltan demócratas de pasado decente y largo recorrido.

La serie también hace hincapié en los enormes esfuerzos de coherencia personal con los propios principios a la hora de hacer política, detalles que quizás a más de uno puedan parecerle sospechosos y pensar que tanto político honrado no puede ser normal, no existen en el mundo real -¡ah! la ignorancia y la falta de ejemplos-; tanta honestidad, tantos acuerdos interesados o de última hora poniendo coto a las ambiciones personales, supeditándolas a un presente común, que es la sociedad danesa, resultan tan atractivos como sospechosos. Nuestra triste y corta experiencia democrática sólo sabe de Pujoles, Bárcenas, Bankias, Eres etc.,  por eso confundimos y desconfiamos de lo que nunca hemos conocido; la prioritaria búsqueda política de beneficios para la nación y sus ciudadanos nos resultan de otro planeta.

Además, los proyectos y ambiciones políticas y personales, los inevitables encontronazos entre las vidas pública y privada y las vicisitudes que sufren los protagonistas a la hora intentar congeniar y compartir marcos tan opuestos son ya más que suficientes para hacer la serie interesante. Comparado con esa hipotética primera ministra las únicas opciones personales que se le recuerdan al presidente de este país fueron sermonearnos diciendo que hacía las cosas que debía hacer (¿?) -como Dios manda, que viene a ser lo mismo- y apresurarse a entregar, en persona, el Códice Calixtino sustraído de la Catedral de Santiago, eso sí, después de obedecer como buen siervo y cumplir sin rechistar las órdenes económicas en contra de la población de su país que el Banco Central Europeo le exigía.

Lo siento, quería hablar de Borgen y todavía me falta la parte correspondiente a los medios de comunicación, o esos momentos, temas y personajes tan adultos que destierran de un plumazo a la irrelevancia más completa la maniquea y bobalicona simpleza de las series norteamericanas; las comparaciones son inevitables y traicioneras y la serie sigue cada vez mejor…

Esta entrada fue publicada en Uncategorized. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario