Interstellar es una película de ciencia-ficción muy bien realizada, con unas buenas y convincentes interpretaciones, larga pero no pesada y con múltiples puntos de fuga que cualquier espectador puede sondear a su gusto hasta perderse -incluso hasta alcanzar 2001-. Hay que admitir que la jerga científica llega a ser en ocasiones tan especializada que más de uno o una gran mayoría probablemente decidan pasar página sobre la marcha y centrarse en la acción, intentando compensar lo que no se sabe, se desconoce o no se entiende con el desarrollo de los acontecimientos que se van sucediendo en la pantalla. Pero, al margen o independientemente de ello, Interstellar es una película que muestra, de principio a fin, una variedad de estereotipos humanos gobernados por un natural, instintivo, visceral, delicioso, altivo, exclusivo y común egoísmo que, en sus múltiples manifestaciones, puede hacer que cualquier espectador llegue, de un modo u otro, a identificarse o reconocerse en alguna de ellas.
Contra un fondo cuasi apocalíptico en Interstellar se exhiben una diversidad de tipos humanos en los que el egoísmo más natural e instintivo gobierna deseos, aspiraciones, debilidades más íntimas y voluntades por encima o con preferencia sobre el bien común o el beneficio de la especie; algo que, por otra parte, no cuesta mucho imaginar. El humano deseo de aventura sustentado por el acicate de una curiosidad inagotable, deseo de salir del lugar, de conocer y aprender; los deseos egoístas del amante y el atrevimiento u osadía de intentar imponerlos por encima de objetivos, logros y beneficios comunes; la imperiosa y obsesiva necesidad de saber descarnadamente abocada, no obstante, a la decepción del fracaso, fracaso que todavía se pretende e invoca única y egoístamente como propio, usurpando a los demás su conocimiento con la falsa y altanera excusa de su protección ante la decepción y la derrota. El justo egoísmo de los niños en su demoledor aquí y ahora; el egoísmo mezquino y dramático del superviviente, que no es sino pánico a la muerte; o el postrero recurso a la familia, contra viento y marea. El natural egoísmo de pensar antes en uno que en los demás, aunque sólo sea para tranquilizarnos a nosotros mismos por no dejar de pensar primero en los demás. También, como no podía ser de otro modo, el feliz, general y terminales reconocimiento y aceptación por parte de cada uno de los protagonistas de las propias debilidades y la voluntaria claudicación ante una inapelable y al fin esperanzadora causa común.
Afortunadamente y contra las tendencias del cine actual, quedan las máquinas, las únicas que, obedientes a sus creadores pero sin sus egoístas y humanas debilidades, son capaces de llevar la voluntad, la razón y la responsabilidad colectiva de sus hacedores hasta las últimas consecuencias.