Perdón

Dada la supersticiosa peculiaridad de este país tan proclive a los extremos como a esconder la mano, por si las moscas, y lo reticentes a responsabilizarnos de nuestros propios actos -ni siquiera por decencia hacia nosotros mismos-, ya nadie se extraña de que cualquier político o tipo parasitario de la política esgrima sin que se le caiga la cara de vergüenza su presunción de inocencia -por otro lado, con todo derecho- por encima incluso de evidencias más que palmarias. Y como buenos católicos de boquilla y procesión, que no sinceros practicantes, esos presuntos acusados son capaces de llevar hasta el final un cinismo que, lejos de escandalizar a la gente, es asumido por una resignada población como la flagrante evidencia de la eterna imposibilidad de justicia aquí en la tierra; luego sólo queda rezar. Y por supuesto, no existe o no se le da importancia a la desvergüenza de negar conocimiento puesto que cualquier sospechoso, por ruin principio, asegurará sin pestañear que nadie más estaba allí, y si a éste mismo se le muestran pruebas de que en realidad sucedió todo lo contrario, que sí estaba, sabía y conocía, optará por el olímpico subterfugio de dar la callada por respuesta a la espera de la siguiente trapacería de su abogado, que probablemente consistirá en recurrir, recusar -qué verbos tan útiles para granujas y delincuentes- y demorar a toda costa la causa hasta que prescriba, releven al juez o un terremoto redentor se lleve por delante juzgado y archivos. Y como buen país católico en permanente estado de penitencias de conveniencia, dobles raseros y generalizado cachondeo rápidamente dispensado con la excusa de la tolerancia, la población escucha y aguanta con el convencimiento de que tanta corrupción jamás será erradicada, que los acusados de hoy seguirán siendo los políticos de mañana y que, como siempre ha sucedido por aquí, la ofensa fingida y la chulería se impondrán a la decencia; el honor se queda para el teatro y la honradez para las películas de juicios. No hay nada que hacer, por más casos de corrupción que salgan a la luz nadie pagará por ello, es más, los mismos tipos seguirán en la calle con la misma jeta, sus amigos no enrojecerán de vergüenza, más preocupadas por darles golpecitos en la espalda por si les cae algo de lo que guardan, y los envidiosos -mucha más gente de la que suponemos; lo da esta tierra- suspirarán por una oportunidad igual para por fin “pillar cacho”. Este es nuestro triste y barriobajero presente, pero con una novedad, ahora, como buen país cínico-católico, a los cabecillas y representantes de las bandas de saqueadores les ha dado por pedir perdón por los robos y tropelías cometidos por sus sicarios -lo que no quiere decir que estén arrepentidos o hayan hecho propósito de enmienda-, que siguen a su lado pero ahora sin salir en la foto; es un bonito y gratuito gesto que fortalece el rostro sin mantener la mirada, hasta que las cosas se calmen y la gente olvide, deben tomarnos por tontos de confesionario y tal vez lo seamos si creemos que les importa un pimiento lo que sucede a su alrededor, son sus correligionarios -las inevitables cabezas de turco- y a esos sí se les perdona todo. Pero nadie se va, se responsabiliza públicamente de sus delitos ni devuelve lo robado, ni nunca lo harán, tienen que pagar a los abogados y asegurarse un cómodo retiro, la justicia queda para el cielo, luego, en el último momento, un cura agradecido y bien alimentado les ofrecerá la opción gratuita de arrepentirse en el lecho de muerte ante el llanto general -qué buena carta y qué bien queda eso del arrepentimiento a última hora-, total, ya no podrán cometer más crímenes, abusos, excesos y fechorías, su vida de granuja habrá merecido mil veces la pena y sólo queda posar feliz en el cielo a la derecha de Dios Padre. Por los siglos de los siglos.

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