Había en Asturias una pequeña playa que le decían de los cristales. Tal nombre era debido a que una parte de las chinas y piedrecitas que la llenaban eran en realidad cristales, decenas de miles de pequeños cristales pulidos y redondeados por la acción del mar. Estos cristales eran los restos de botellas lanzadas desde los altos acantilados que daban forma a la playa, al menos esa es la versión que me contaron entonces; botellas que, una vez arrojadas y diseminados sus restos al estallar contra el suelo, quedaban a merced de las olas hasta acabar convertidas en pequeñísimos fragmentos que a la luz del sol ofrecían un brillo característico y especial al conjunto de su superficie. Hablo en pasado porque he querido volver a la misma playa y al final no lo hice, me lo desaconsejaron, ¿por qué? porque ya casi no quedan cristales. La gente se los ha ido llevando poco a poco, supongo que para contar a sus amigos que habían estado en una playa en la que la arena era en realidad cristales como los que ellos se habían traído de recuerdo y ahora les estaban mostrando. No supe que decir. Supongo que será otro de los inconvenientes del bendito turismo que, dicen, tanto necesita este país.