Una de baloncesto

Finalizado el mundial de baloncesto, despejadas las dudas en cuanto a los mejores y finiquitados los balances, no solo deportivos, resta pasar página y sacar conclusiones, otra cosa es la siempre discutible opción de tomar medidas después del evidente fracaso deportivo español que ha significado el mundial de la canasta. Imagino que las responsabilidades deportivas estarán atribuidas y las medidas a tomar en marcha, las expectativas eran otra cosa y no fueron confirmadas, casi la totalidad del público y expertos situaba a España en la final porque, tal y como se decía, España tenía de todo y la preparación así lo había confirmado; al supuesto contrincante americano final, en cambio, le faltaba de todo, sin menoscabo de la lógica y nunca inútil incertidumbre a la hora de una valoración definitiva respecto de lo que traían para competir. Mención aparte para las expectativas económicas que había generado el evento, son otro cantar, para los medios de comunicación sólo existe el dinero y como tal cualquier oferta informativa o de entretenimiento pasa por el resultado de caja final. Mediaset manipuló el mundial como le dio la gana, pasando de afición y audiencia, jugando con horarios, partidos y cadenas a su antojo, en estos casos la cuestión deportiva es un mero pretexto, su fracaso no tiene nada de emotivo ni debe resultar doloroso para nadie. La indiferencia que muestran para lo que no es negocio se la merecen para con sus pésimos resultados. Ya estarán buscando nuevos chollos que exprimir.

Pero si intentamos llegar a alguna conclusión deportiva que intente explicar el fracaso español tal vez deberíamos hablar de trabajo y actitud, trabajo que tendría que haber dejado a un lado tantas y tan contagiosas babas a la hora de juzgar a los nuestros y sus posibilidades, amplificadas y difundidas hasta el hartazgo por los medios de comunicación, era su negocio -ha de suponerse que así se hizo-, y actitud a la hora de enfrentarse al contrario -dígase respeto-; así como, a la vista quedó, no caer en la imprudencia de olvidar que las bazas propias hay que jugarlas con acierto, no basta con tener una buena mano, en un enfrentamiento cara a cara no siempre gana el que va de sobrado sino el que sabe con qué armas juega y sabe jugarlas, dónde se esconden sus debilidades, que siempre existen, y que, tan importante o más, el rival también sabe jugar. También en deporte, aunque disguste y se prefiera pasar por encima, sobre todo por parte de los más directamente afectados, ha de haber culpables, no es ni mejor ni peor, sucede cuando alguien asume responsabilidades, sólo quienes lo hacen pueden acabar cargando con las culpas, afortunadamente, son los que se arriesgan afrontando retos jugando sus propias cartas, aunque desgraciadamente acaben fracasando -el deporte hoy es ganar-, a los aduladores y oportunistas les da completamente igual, ya buscarán otros a los que sobarles el lomo; con los culpables sólo resta abrirles cortésmente la puerta, no valen ahora los peros que entonces, en su momento, no se pusieron sobre la mesa, y dejar que otros ocupen su lugar. Si con el equipo que se le suponía España no fue capaz de pasar de cuartos es porque alguien se confió, pecó de soberbia o no supo ver de lo que era capaz quien tenía enfrente, o peor aún, subestimó a los contrarios.

Para finalizar, hay tres cosas, situaciones o personas concretas que me gustaría resaltar como colofón y que tienen que ver con la actitud en este mundo tan competitivo, mucho más cuando se habla de deporte, y que tal vez se echaran de menos en el equipo español: la pasión, la intensidad y la casi violencia que el seleccionador serbio ponía en todo lo que hacían sus jugadores, bueno o malo, siendo capaz de contagiar su estado de ánimo a cada uno de ellos, daba y exigía mucho más que concentración, era dejarse la piel en cada envite; la enorme y metódica sabiduría baloncestística del seleccionador francés a la hora de preparar cada partido y de convencer de sus posibilidades a sus propios jugadores -al margen de las sonoras ausencias-, lo que era llevado a la cancha al pie de la letra. Y por último, la enorme voracidad de unos jóvenes jugadores norteamericanos, sin el renombre y la fama de otros, para los que ganar nunca bastaba, para ellos un partido y el deporte en general es como la propia vida, un auténtico mercado libre plagado de tiburones donde no puedes dejar nada al azar ni permitir que el otro se levante; y además se divertían.

 

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