Llama la atención cuando uno sale al extranjero y lo hace con niños, y no en todos los países, no poder acceder a bares y establecimientos donde se vende alcohol, y si en algunos locales puede hacerlo ha de mantener a los peques apartados de la barra, así que si hay ganas de tomarse una cerveza tranquila o una copa, para variar, toca aguantarse; ningún otro problema, se aceptan las normas del lugar puesto que se está fuera de casa. Sin embargo aquí pasa todo lo contrario, puede suceder que en el rincón en el que uno habitualmente se toma la cerveza o aquella copa de pronto florezca un jardín de infancia donde los chavales van y vienen corriendo y gritando a su antojo, más o menos al cuidado del local, mientras los padres, descansando al fin, se entretienen ajenos a las molestias de sus vástagos. Si, por un lado, pueden considerarse excesivas las precauciones de aquellos allende nuestras fronteras, por esta parte, en cambio, la permisividad, pasividad o indiferencia hacia los niños me parece en muchos casos desatinada, dando a veces a entender que por aquí hubiera demasiada gente deseando desembarazarse por unas horas de sus propios hijos, dejar de soportarlos; no hay nada que objetar si lo hacen en lugares adecuados para ello, pero no es lo mismo si se hace en cualquier sitio y de cualquier modo -también es cierto que quien tiene la última palabra es el propietario, y probablemente muchos prefieran aguantar a los niños, aunque haya clientela que se vaya, si con ello los padres no dejan de consumir; la cuestión es llenar la caja, aunque para ello haya que montar un horroroso castillo hinchable que atraiga a toda la chiquillería de la zona. Lo malo de esto es que se acaban olvidando o perdiendo las formas, los lugares y las referencias, de matices o particularidades ni hablar, y todo acaba convertido en un “para toda la familia” más bien sospechoso -otro lugar de consumo indiscriminado a la baja-; porque cualquier local no tiene por qué convertirse sistemáticamente, por pura y simple codicia, en una sucursal de Ikea donde bobaliconamente nos venden que los niños son los reyes exclusivos de este mundo; los niños son niños, ni más ni menos, pero nunca pueden ser reyes de nada porque lo tienen todo por aprender.
Entre jóvenes que se sienten niños y tienen miedo a crecer por aquello de perder no sé qué pureza, que es más bien ignorancia -a lo que añadir una cruel sociedad que cada vez pone más trabas a su madurez porque entonces dejarían de ser salvajemente rentables-, gente mayor que intenta patéticamente parecer y comportarse como niños y adictos a la coletilla “familiar” para todo lo que hacen y viven, no quedan huecos para los adultos, esa especie cada vez más rara que tras esforzarse por crecer, madurar y comportarse como adultos, con gustos, deseos y aspiraciones de adultos, son tratados como potenciales enemigos de una sociedad cada vez más simple y pacata y sistemáticamente extraditados a lugares oscuros y alejados de aspecto sospechoso.