Acomodados a la sombra en un banco de madera colaboramos a nuestro modo en la plácida actividad de esta placita que sosiega el acceso a la mezquita; algunos grupos de hombres charlan en voz muy baja sentados en bancos de piedra a pocos metros de una pequeña construcción de madera que hace las veces de tienda donde se ofrecen objetos religiosos y artesanía local, también hay un pequeño quiosco bajo los árboles junto a un banco corrido circular adornado con cojines para reposar cuerpo y espalda, además de gente que va y viene, de paso, y algunos turistas. El calor empieza a apretar cuando el almuédano inicia su llamada a la oración, los grupos de hombres, jóvenes y mayores, interrumpen o van dando término a sus conversaciones y con paso lento se dirigen hacia la entrada de la mezquita, otros grupos de gente joven y no tanto, o solitarios, aparecen en el patio desde la calle, saludan y enfilan también la puerta, ante la cual se descalzan y con los zapatos en la mano se introducen en el templo. Ni una sola mujer.
Es relativamente fácil dejar a un lado las zonas de la ciudad en las que la mayoría de las mujeres han asumido en su vestimenta pública un “rol occidental” que no tienen ningún problema en mostrar en la calle, visten como cualquier otra, contrarias o decididas a llevar la religión a un nivel más íntimo ajeno a las exhibiciones externas de ropajes y tocados. En otras partes las mujeres decidieron, es una forma de hablar, cubrirse más o menos cabellos y partes del cuerpo en las que la piel pudiera quedar a la vista de los hombres, de ahí la variopinta muestra de pañuelos floreados y multicolores, pantalones más o menos largos u ocultos, blusones y zamarras herméticamente cerradas hasta el cuello, semejantes a ropa militar, con las que probablemente ellas pueden convivir a gusto pero que al curioso, turista o extranjero, impresionan debido a un calor y humedad que ya incomodan lo suyo; la inmensa mayoría de los hombres visten como les apetece. En proporción, las mujeres completamente cubiertas de negro son minoría, sobre todo turistas procedentes de algunos países árabes menos permisivos.
No es difícil imaginar la inevitable pregunta, ¿por qué? También en la religión cristiana y sus numerosas variantes la mujer ocupa un papel secundario, pero en principio éste no llega a tales demostraciones externas que, a primera vista, parecen autoritarias y represivas, además de machistas. En la parte anglosajona del mundo, por denominarla de algún modo fácil de entender, la sociedad civil dejó a un lado hace tiempo las manifestaciones externas de la religión, aunque también es cierto que se han inventado otro tipo de religiones para las que tampoco importa el atuendo. Se requiere cierto tacto para enfocar un tema tan delicado en países de mayoría musulmana, lo que no impide que este tipo de demostraciones llamen la atención a cualquier persona que, a día de hoy, entienda y acepte que la religión es una cuestión íntima y personal que nada tiene que ver con antiguos y desfasados argumentos de opresión, discriminación y machismo. A estas alturas de la existencia del hombre sobre la faz de la tierra creo que intentar hacerse entender acerca de la impepinable igualdad de sexos está de más, a pesar de que todavía persistan intransigencias grotescas, se trata de una cuestión de voluntades. Los textos sagrados de cualquier religión se alimentan de sentencias y supuestas tradiciones de otras épocas que no son esta, de otras vidas que no son las nuestras, de otros mundos más o menos fructíferos que ya quedaron atrás, por lo que aferrarse a ellos y vivir de espaldas al tiempo propio creo que es mucho más que una contradicción. Y discriminar a las mujeres por cualquier motivo, sagrado o no, lo es; hoy día muy pocas personas decidirían voluntariamente vivir como en la Edad Media, ni mucho menos atribuirse el derecho de obligar al resto a hacerlo.
Además, he de reconocer que tales discriminaciones son una traición a la luz y la paz que inunda las mezquitas, grandes espacios abiertos exclusivamente privativos de hombres y niños -donde éstos corren, ríen y ruedan sobre el suelo alfombrado-; mientras las mujeres son recluidas tras unos barrotes de madera en el último rincón, o recriminadas por el encargado de turno por aventurarse y caminar por la zona de los hombres, que es toda la mezquita. Qué diferencia de templos respecto de las oscuras y tenebrosas iglesias católicas, donde desde la mirada del santo de turno hasta la severidad del sacristán obligan a los niños a guardar un punitivo y represivo silencio de adultos reprimidos.
Creo que la cuestión religiosa, la disputa o la duda existen en cada persona, por eso es interesante y curioso observar “familias divididas” por ese tipo de razones, donde las madres se cubren de arriba abajo mientras las hijas ya han decidido que opción tomar o todavía andan titubeando a la hora de cubrirse, qué partes o cómo, y experimentan con combinaciones -vaqueros incluidos- colores, diseños o longitudes. No creo que sea un proceso fácil. Sin embargo esta especie de variante, manifestaciones o contención de la condición femenina, generalizada en las clases más populares y con menores ingresos de la población, choca de frente con ese otro soberbio ocultamiento que muestran algunas mujeres completamente enlutadas -la luz sólo les llega a través de una estrecha franja donde lucen unos ojos lujosamente cuidados-, recargadas de sedas, velos y joyas, alzadas sobre zapatos de aguja destilando orgullo y vanidad, que puede resultar despreciativa, hacia el resto de la humanidad; ellas solo se dejan ver ante quienes desean, así lo pregonan con presunción, lo más probable es que entre tanto negro rigor incluso calcen bragas de mil dólares. Caminan y se muestran, es un decir, como dignísimas representantes de madres y mujeres principales de sultanes -que en su momento tenían más poder que algunos de los hombres más poderosos de la corte-, luciendo una actitud desafiante mientras atienden a su guía particular y el marido, ataviado con unos estrafalarios pantalones cortos, los sigue tan diligente como aparentemente despistado.
Es complicado no caer en el simplismo y las conclusiones precipitadas a la hora de valorar el mundo que uno mismo tiene delante, pueden acatarse sin ningún problema ciertos hábitos de recato y mesura a la hora del acceso a templos y lugares sagrados, lo que no quiere decir que haya que aceptar de buenas a primeras cualquier regla o costumbre que clausure a una persona en contra de su voluntad. Si estas mujeres han decidido voluntariamente aceptar ciertas modas o tradiciones, también podrían desprenderse de ellas cuándo y dónde quisieran, sobre todo en las vías públicas. Aunque sea evidente que una parte del mundo domina al resto, como siempre ha sido y como me temo que continuará sucediendo, existe una parte íntima en toda persona a la que no se debería ofender y oprimir en función de desfasadas e interesadas tradiciones, normas y costumbres que varían en función de los caprichos de intérpretes y lectores dedicados a adaptar textos y pergaminos de otra época a un presente que muy poco o nada tiene que ver, ni siquiera por cuestiones religiosas.