Desde hace un buen rato al paseo se ha añadido la preocupación por sortear del mejor modo posible la caótica circulación, tanto de personas como de vehículos, que ocupa calzada y aceras, dos supuestos físicos por momento indistinguibles que el trajín de la calle no diferencia, vía asolada por una incesante actividad que obvia los impedimentos físicos del modo más práctico y efectivo, sin que las formas de hacerlo tengan mucho que ver con lo que pudiera llamarse correcto. De hecho, no parece haber una dirección o sentido específicos para el tráfico, los vehículos se mueven en todas direcciones a la caza del espacio libre según las recónditas e inesperadas necesidades de sus conductores; los puestos callejeros se sitúan ajenos o incluso desafiando el movimiento de cualquier ingenio sobre ruedas capaz de moverse por sí mismo, entre árboles, dominando las esquinas o junto a mesas de café con asiduos alrededor del inevitable té, a la puerta de bares con mesas repletas donde los parroquianos, jóvenes y viejos, juegan a las cartas y al okey -versión turca del rummikub-, o delante de accesos a tiendas que más bien parecen almacenes al por mayor. Hay que sortear taxis y furgonetas atestadas de trastos y objetos inverosímiles que maniobran contra corriente o contra las normas de tráfico, y todavía le queda tiempo al paseante para detenerse ante puertas abiertas de par en par mostrando locales atestados de mercancía ni mucho menos expuesta o mostrada en escaparates -resulta material y físicamente imposible-, por lo que sólo resta apilarla en apretadas columnas que sugieren tallas o modelos infinitos de todo tipo de prenda confeccionada susceptible de ser vendida. Es comercio, estúpido.
Por si uno no se había dado cuenta aquí se vende hasta el paraíso, para ello no hace falta acudir al Gran Bazar y perderse entre sus calles -disfrutarlo sólo pueden hacerlo quienes tengan la suerte de tropezar con un día a medio gas-, en una infinidad de zonas la ciudad parece un gigantesco bazar, cualquier rincón se convierte en un punto de venta donde ofrecer algún objeto vendible. El Estambul que a uno le da tiempo a ojear en primera instancia parece una potencial e inmensa transacción comercial, el comercio es el pegamento que apelotona el día a día de la ciudad; aquí todo es ofertable, en lugares caros, elegantes o de moda, muy del gusto occidental, o de un modo más tradicional, natural y paciente en el que el vendedor llega a ser un experto en tasar al posible cliente con solo mirarlo, sonreírle o soltarle un “Where are you from” que uno mismo ya es capaz de distinguir en cualquier tono o acento; a partir del primer contacto entre el vendedor y un potencial comprador queda una puerta abierta a un tiempo que puede eternizarse o resolverse rápidamente por matices o simples cuestiones de carácter, porque, y sobre todo, aquí no hay prisa y las posibilidades de que la probable venta no se lleve a cabo o de que finalmente sea un éxito gracias a un truco de última hora son las mismas. La clave es la insistencia, es el propio trabajo en sí, además de la paciencia y la perseverancia, el regateo viene a continuación, o no, a gusto del cliente, el dime cuanto, el sí y el no, el no puedo o la cómica persecución tras una última y falsamente desesperada oferta que cierre el trato, todo ello dentro de una profesionalidad tan vieja como la misma humanidad. Y comercio es que una vez cerrada la transacción, hasta la más pequeña, el comprador nunca sepa a ciencia cierta si le fue favorable, lo que incluye el consabido malestar que ello provoca en turistas vergonzosos e inexpertos obedientes al precio único, moderna imposición ante la que el cliente ha decidido de antemano deponer sus armas decidiendo no jugar, aceptando la primera y única oferta, gustoso de convencerse a sí mismo pensando que es justa. Aquí el negocio, como todo negocio que se precie, consiste en un tira y afloja que no todos quieren o pueden entender, sobre todo los mansamente habituados a que les tomen el pelo con una escueta y solitaria cifra de la que prefieren no saber más por pereza, por eso se sienten incómodos en lugares como este, o no los aceptan, no comprenden al hombre antiguo que vive y disfruta de la porfía que obliga al intercambio de más de una palabra, una inevitable plática en principio forzada pero que, si uno tiene paciencia y mano izquierda, bien puede acabar en una charla curiosa o interesante que concluirá en un trato entre dos en el que acaban interviniendo y mezclándose los humores personales que envuelven todo contacto humano, dándole aroma y sabor; porque probablemente y hasta alcanzar el acuerdo final uno acabará dejándose allí algo de sí mismo, de su alma, de su vergüenza o de su orgullo para salir jactancioso o estafado tras el esfuerzo desplegado ante un profesional de la palabra que sin ningún artilugio tecnológico sabe mirarte a los ojos y adelantarse a tus deseos y temores. ¡Aquí no engañamos! gritan algunos vendedores al público que se mueve entre los puestos.
Comercio es que a las puertas de los restaurantes el trabajador te asalte en la calle y te ofrezca la gloria hecha menú, soportando con sabio estoicismo el desdén y la molestia del turista altivo y desconfiado que todavía cree que él siempre elige lo que quiere y cuando quiere, además de no consentir que le asalten y le tiren de la manga con intromisiones que le asustan y violentan. Precisamente comercio es abordarte y ofrecerte y aquí estás en su terreno, y si uno ha decido venir a él ha de aceptar y tratar de entender que se trata de algo tan primitivo y natural que muy poco o nada tiene que ver con la hipócrita altanería anglosajona que todos hemos acabado adquiriendo a la hora de cualquier trato comercial, tan seca, tan dada a la indiferencia despreciativa hacia el otro. Hay un Estambul que pasa a través de la historia y es ante todo comercio, y si uno pretende vivir la ciudad ha de someterse a sus condiciones, entonces sí que puede disfrutar de veras dejándose llevar por un ritmo distinto en el que hasta lo que parece más absurdo tiene un sentido, embarcado en un estado de ánimo que sin saber cómo te conduce al negocio cuando, casi desnudos y chorreando ambos de pies a cabeza, el turco que te está frotando con denuedo dejándote el cuerpo en carne viva cesa un momento en su tarea y te mira muy serio a los ojos diciéndote: Problem? ninguno, pues quédate con mi número a la hora de la propina -todo ello en un primitivo diálogo de gestos que, como imaginarán, también es comercio.
Mientras, por las aguas del Bósforo se deslizan con solemne lentitud barcos gigantescos con destino al mar Negro, sujetos de otro comercio a mayor escala, que luego regresaran cargados hasta la borda en dirección al Mediterráneo, hacia lo que antes era todo el mundo.