Estambul (1)

Si uno consigue situar sobre las aguas un hipotético centro físico que conformaran la entrada del Cuerno de Oro y el principio del estrecho del Bósforo, instalándose a continuación en él tratando de dejar igual distancia entre orillas, y gira sobre sí mismo intentando abarcar con la mirada el horizonte circular que le rodea no dejará de ver edificaciones hasta la cumbre de la colina más alejada, tanto en Europa como en Asia, una permanente ascensión de construcciones que comienza a nivel del agua y no deja espacio libre, ni siquiera para pensar, hasta asaltar la línea del horizonte. Y la primera impresión convertida en pregunta que viene a la cabeza es ¿cuántas personas viven aquí? Porque, y curiosamente, con ser una cantidad enorme no es lo más importante, la ciudad, más que edificada, parece una ciudad levantada por poderosas fuerzas naturales, una ciudad asaltada más que habitada, abandonada a sí misma, que no a sus habitantes, que es como decir en permanente, necesaria y vital expansión, que es como decir sin posibilidad material de regeneración o renovación, una ciudad sin tiempo porque está dejada al tiempo, que nunca se detiene ni da opciones para rectificar porque al segundo pasado, con mejor o peor fortuna, le obliga el siguiente exigiendo inapelable su cuota de presente. No es importante si la ciudad llega a parecer en ocasiones exhausta, si descansa, si alguna vez se detiene para tomar aliento, repito que tampoco es importante, ya se encargan los almuédanos de mantenerla despierta con sus permanentes llamadas a la oración. Por supuesto no es difícil imaginar que la ciudad, a pesar de parecer claramente delimitada, es físicamente inabarcable, un continuo perderse entre un tráfico infernal y callejas infinitas que nunca acaban de recorrerse. Piedra y madera, hierro y mármoles, y vegetación, incontrolada o no, barcos y gaviotas, gatos y peluquerías, y cuervos, y agua, más antigua, más experta, más pausada en su fluir que las corrientes humanas que pueblan sus orillas. Una ciudad que probablemente tenga un centro pero que también, probablemente, no sea único porque cada grupo humano que la ocupa se considera con derecho a elegir y exigir el suyo; y aunque el puente de Galata pueda servir como tal y haya días en los que parece a punto de venirse abajo debido al enorme tráfico que soporta, lo más probable es que siga viviendo muchos años más, agotando generaciones que lo verán como su casa o lo odiaran por todo lo que significa, esos otros que viven alejados de él y la atiborrada confusión humana que representa, cómodamente repantingados en sus elegantes casas a orillas del Bósforo. Ignoro voluntariamente los otros tiempos de la ciudad, que los tuvo, mejores y peores, su historia está por todas partes, lo que me importa es lo que hoy puede ver el viajero, turista o no, que sea capaz hacer un alto en su camino y echar un vistazo a la pequeña representación del mundo que la ciudad muestra, un mundo para el que, a primera vista, resulta difícil concebir un punto de entendimiento porque uno se ve incapaz de detener unos instantes a tanta gente y sentarla para ponerse de acuerdo en algo, una muestra de lo que es la humanidad en este planeta hoy día y de las enormes dificultades que entraña, ya no gobernarla o dirigirla, sino entender cómo o por qué se mueve.

Estambul es una muy buena imagen para intentar comprender por qué no somos capaces de entendernos entre nosotros y sin embargo hemos conseguido vivir unos junto a otros.

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