En la estación más que varios carísimos trenes de alta velocidad aguardan una sola dirección, Madrid-Toledo y viceversa, no sirven para otra cosa, los nuevos trenes convencionales, igual de cómodos y casi tan rápidos, no circulan hacia Toledo porque se han eliminado de un plumazo las estaciones intermedias, Aranjuez incluida; son las formas de unos gestores que, en contra del concepto de utilidad, han dilapidado irracionalmente un presupuesto hacia el que no les liga ninguna responsabilidad ni necesidad pública, obedecen la voz de su amo sin conocerlo, para lo cual y si es necesario inventan y publicitan la nada a cambio de calderilla. Esto sí que es matar mosquitos a cañonazos.
Incluso en un día normal las colas adornan las calles, algunas, no todas, y en las colas siempre hay orientales, grupos dóciles y bien pertrechados que siguen diligentemente a un guía que se hace ver por encima de sus cabezas; también hay grupos de otras nacionalidades, y grupos de españoles, antes no era tan fácil verlos. El sol comienza a apretar y la gente busca la sombra, los bares recién abiertos van llenando las terrazas y los camareros han de darse prisa para satisfacer a todos, bien, a medias o mal, según la diligencia y las ganas de apretar el paso a horas tan tempranas en un trabajo para el cual el noventa por ciento de ellos no están preparados. Es fácil ser camarero, dicen, aunque yo creo que no, el cliente no debería ser un memo al que se le exige con tal de que se calle y se le da boleto a las primeras de cambio para que deje la mesa libre, sin embargo me temo que les hacen creer que es así, la cuestión es que el tipo pague y se largue para que pase el siguiente. Una de las cosas más curiosas del trayecto hasta aquí –El Greco como motivo principal- es que hemos tenido que atravesar plazas y calles estrechas y desiertas, o callejones, algunos tan angostos que su anchura daba para poco más de una persona. Por el camino pregunté a nuestro guía a qué se debía tanto muro y ladrillo aparentemente bien conservado, tanta tapia bien alta, en la mayoría de los casos sin puertas ni ventanas al exterior. Son conventos. ¿Cómo? Todas estas tapias que venimos dejando atrás son conventos. ¿Tantos? Una gran parte de la zona antigua de Toledo está ocupada por conventos. ¿Vacíos? Casi. Son propiedades enormes habitadas en muchos casos por tres o cuatro monjas. Pero, ¿parecen muy bien conservadas? ¿quién paga el mantenimiento? ¿Debe ser caro? Imagino que el Ayuntamiento o la Comunidad -respondió el guía. No volví a preguntar, pero si han estado alguna vez en Toledo intenten hacer un recuento de la superficie que ocupan estas propiedades y luego hagan un cálculo de lo que cuesta su mantenimiento. Muchísimo. Y ni siquiera pueden utilizarse para algún fin público, son propiedad de la Iglesia y por supuesto no pagan impuestos…
De vuelta a la estación tropezamos en una plaza con una pequeña congregación de personas que parecen reclamar algo, nos pilla de paso y de paso nos enteramos de que son bibliotecarios de la Comunidad reivindicando que las bibliotecas públicas dispongan de los fondos suficientes para renovar y aumentar el número de libros de sus estanterías, además de ofrecer a los usuarios unas instalaciones decentes. Corren malos tiempos y no hay dinero, según para qué, para trenes parados sí que hay. Nos ofrecen alguna información, chapas y octavillas con sus peticiones y, antes de separarnos definitivamente, nos sorprendemos en común cuando, justo al lado, una pareja se vuelve malhumorada hacia ellos y les espeta sin mediar causa o motivo: “rojos de mierda”, nadie sabe por qué o a cuento de qué. Ellos lo encajan bien, nosotros nos quedamos pasmados y sin saber qué decir. Los perdemos de vista sin más comentarios. Nos vamos, nos espera nuestro cañón. ¡País!