En esto de las fiestas o los viajes no todo es relativo, aunque nos guste creer que sí o nos lo parezca, no nos importe o ni siquiera tengamos la buena costumbre de fijarnos en los detalles, innecesarios cuando lo que predomina es nuestra santa voluntad, el resto simplemente acompaña, está ahí porque tiene que haber algo que amenice nuestra presencia y las ansias de satisfacer las exigencias más banales. Solemos seguir la desafortunada moda, en más ocasiones de las apropiadas, de no ver ni pensar más allá de nuestros propios intereses cuando nos movemos fuera de los lugares en los que habitualmente se desarrolla nuestro día a día, actuamos como nos apetece independientemente del lugar en el que nos hallemos sin preocuparnos del ambiente o del contexto -excepto cuando lo consideramos ofensivo o peligroso, siempre según nuestro particular concepción de las cosas, que es como decir en función de la simple y pura ignorancia, el desconocimiento o la más fatua de las indiferencias-, llevando hasta las últimas consecuencias nuestra presencia sin caer en la cuenta de que tal vez no debiéramos, no deberíamos o lo estamos haciendo rematadamente mal.
Y si, por ejemplo, esta vez toca naturaleza, así, como suena, más que respetarla, sentirla, admirarla o compartirla solemos avasallarla en toda regla intentando alcanzar el último rincón por cualquier medio, si puede ser dedicándole el menor esfuerzo posible, no vayamos a cansarnos, porque si no podemos acceder cómodamente sentados no merece la pena, y si el lugar viene precedido por algo de fama o la recompensa es gratificante -siempre según el dicen, pero no quién- exigiremos si es preciso accesos como si el mundo y la tierra hubieran de postrarse a nuestros pies, amén de resúmenes, señalizaciones, servicios, información, zonas de descanso, de avituallamiento etc. De lo contrario protestaremos como energúmenos por sentirnos discriminados y no permitírsenos disfrutar de lo que se le antoje a nuestra santa voluntad. Afortunadamente, todavía existen lugares a los que sólo puede accederse con los pies y manos propios, y en muchos casos después de ímprobos esfuerzos, pero desgraciadamente no a lomos de esas cada vez más complicadas y sofisticadas máquinas de dos ruedas que montan tipos serios y demacrados a punto del sofoco disfrazados de marciano y adornados con mil rincones donde situar estratégicamente recipientes y adminículos supuestamente imprescindibles. Puede ser que si tienes la suerte de tropezar con alguno de estos y que te dirija la palabra no tengas que maravillarte y poner cara de asombro por lo que han visto o van a disfrutar, sino que te toque sufrir el martirio de su obsesión a la hora de describirte el enorme ardor -siempre según su particular y roma concepción de lo que es esforzarse- y las gigantescas dificultades que han tenido que sortear para llegar donde quizás nunca deberían haber llegado. Cuando al día siguiente los veas durante el desayuno, concienzudos y ensimismados en una alimentación básica de guardería y ya disfrazados con esas fachosas y superespecializadas indumentarias de astronauta en la zona de descanso, pensarás ¿también duermen así? ¿no saben vestir con normalidad?
Es evidente que ni yo mismo no puedo llegar a todos sitios, mi físico es limitado, como el de todo el mundo, y los años van penalizando las propias capacidades, con lo que uno ha de ir modificando el horizonte de futuros para adaptarse a tu presente, nada más y nada menos. Por eso no voy a reclamar un ascensor al Everest -ya bastante concurrido- ni una escalera mecánica a los fondos de Palau en el Pacífico, ni me dedico a atemorizar a mis vecinos de mesa con atavíos homologados y miradas reconcentradas y desafiantes, ni voy a exigir poner el pie donde otros, mucho más preparados y probablemente también con más respeto hacia la naturaleza que yo, llegan para disfrutar, también más que yo. El placer de disfrutar no siempre tiene que ver con la violencia del desafío, el deleite de la contemplación tampoco con la vanidad de haber llegado de cualquier modo, las cosas son más sencillas. Uno se levanta, desayuna, camina, escala, vuela o admira sin necesitar martirizar al mundo y sus habitantes con las superaciones de la propia torpeza.