Viejas novedades

Desgraciadamente tendemos a pensar que el mundo de mañana será mejor, porque de algo servirá al fin lo aprendido, se superarán costumbres y visiones antiguas o desfasadas, se solucionarán problemas que parecían endémicos y las nuevas generaciones, gracias a su vitalidad, sabrán dar el golpe de timón necesario para que dejen de producirse los nefastos retrocesos y tantos e incomprensibles pasos hacia atrás, la inteligencia de la juventud que viene pondrá muchas cosas en su lugar correspondiente. Pues no es cierto, la juventud que viene hace lo que le da la gana, y la cuestión que suscita su real gana es ¿saben lo que hacen y son dueños de su gana?

Todo esto viene a cuento porque uno creía superados ciertos hábitos demasiado, digamos, rígidos, reproducidos generación tras generación sin preguntar ni cuestionarse su pertinencia u obligatoriedad; algunos todavía suspiran por su pronta o definitiva eliminación, o tal vez un simple arrinconamiento en aras de una mayor espontaneidad y naturalidad en el trato y las costumbres. Suposiciones ridículas. Uno de los temas en permanente revisión es la vestimenta, en concreto su uniformidad o la obligación de repetir ciertos patrones que la mayoría encontrábamos ya aburridos en nuestra lejana juventud, cosas de gente entrada en años con poca iniciativa y escasa capacidad de renovación, resultaba curiosa la docilidad con la que las personas se enlataban en trajes y vestidos imposibles para asistir o mostrarse en determinadas situaciones sociales, algo que siempre parecía demasiado severo o caduco, o que sencillamente a algunos nos pillaba demasiado lejos, nosotros no seríamos así, nuestra libertad de hacer lo que nos viniera en gana sin perder el respeto podría con todo, hasta con las normas más vetustas y encorsetadas hacia las que nos inducían nuestros padres como algo inevitable si uno quería moverse o vivir en sociedad como una persona normal o decente, que venía a ser lo mismo. Pero estas pasadas fiestas me han vuelto a demostrar que uno puede equivocarse una y mil veces y que las sorpresas no dejan de sucederse, para peor, porque ocurre que aquello que también creía abandonado o francamente superado vuelve con un cariz revisionista, acrítico y casposo que probablemente tiene que ver con la reaccionaria vuelta de tuerca en las costumbres que está procurando esta crisis dirigida. En estas últimas y festivas noches los sobresaltos se reproducían en cualquier esquina en forma de jóvenes y menos empaquetados en americanas decimonónicas junto a jóvenes y menos encorsetadas en vestidos despampanantes -tal que sus madres- aupadas sobre altísimos tacones destroza pies pasando frío en aceras desangeladas junto a bolsas repletas de alcohol barato y refrescos comprados en el 24 horas más cercano, aguantando, tiritando o calentándose bebiendo ante la puerta de una sala de fiestas a la que tenían prohibido acceder -por ser menores de edad en parte- y porque, salvada la particular y aleatoria criba de la entrada y una vez dentro, la boca se secaba y había que regresar a la fría noche igual de trajeados y engalanadas para sorber un par de vasos de plástico antes de volver a entrar suspirando porque el reloj alcanzara cuanto antes el amanecer. Formas diferentes de divertirse, dicen.

Estos contrastes, al margen de parecer curiosos o divertidos, no dejan de ser deprimentes o grotescos, tanto da, porque, qué capacidad de reacción muestran estas criaturas si su solvencia crítica y su capacidad de enfrentarse a ciertos convencionalismos se limita a mimetizarse disfrazándose de severidad -ignoro el criterio o los objetivos- para malvivir en la orilla de la miseria frente cristaleras empañadas que cobijan en su interior a otros más afortunados en cuestiones económicas que ya comienzan a mirarlos por encima del hombro. ¿Mendigan un hueco al otro lado del cristal?

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