De vuelta a casa las ganas de fiesta se habían evaporado, ya no le apetecía seguir porque no dejaba de maldecir, maldecirse, odiarse y renegar incapaz de separarse de su cabeza, preso de ella y sus condiciones, las que en todo momento le eran impuestas sin su consentimiento -cada vez estaba más convencido de ello-, su maldita cabeza, la misma que dirigía sus pasos y su vida; y volvía nuevamente hacia atrás, hacia la casualidad que le llevó en los primeros minutos del año tras aquella hermosísima mujer depositándolo en el rellano de una escalera, ante la puerta de su casa, tiranizado por un deseo al que no se sentía capaz de contener por mucho más tiempo, obligado por sus manos, que seguían necesitando más de lo que podían tocar y sin capacidad ni tiempo para saborear, en un frenesí de pasión y violencia en el que la confusión de sus sentidos era tan completa que casi estuvo a punto de verterse allí mismo, otra vez, en aquel rellano un poco descuidado, nunca habría dicho sucio porque su resplandeciente belleza disimulaba la mugre iluminando el mundo, y si la había probablemente sería simple desatención y una agenda demasiado apretada que no dejaba tiempo para elegir con cuidado el lugar dónde habitas, y mucho menos si se habla del rellano de una escalera. Pero ahora, bastante después, sí era capaz de apreciar los detalles que antes fueran circunstancias completamente prescindibles, adornos forzosos que suelen ocupar los rincones del camino hasta la cama y que uno mismo, aún doblegado por el extravío que tanta belleza procura, se permite mecánicamente rastrear tal que referencias mínimas para saber por dónde anda, por si hay que salir por piernas.
Tanto ardor, tanta turbación, tal grado de excitación sufrió un segundo golpe, al que tampoco entonces quiso dar importancia, cuando al abrir la puerta del piso tropezó con una bolsa de basura sin cerrar que desparramó por el suelo un variado surtido de desperdicios humanos entre los que sobresalían platos a medio comer -algunos pintados con los restos de líquidos de estercolero-, colillas de cigarrillos, toallitas de maquillaje o mondaduras de alguna fruta tropical. Además, aquello olía francamente mal -un estómago más cuerdo hubiera gritado inmediatamente-, no como su supuesta propietaria, tan cautivadora como embriagadora y sugerente; de camino a lo que imaginaba sería la alcoba, hacia la que ella le tutelaba sin apartar los ojos de los suyos -sabia conocedora del terreno-, los olores comenzaron a mezclarse de igual a igual con la excitación, allí apestaba, notaba cómo se le pegaban las suelas de los zapatos al suelo y en un acto inconsciente desistió de la intención inicial de descalzarse, optando sabiamente por no hacerlo hasta llegar a la cama, supuesto destino de aquel cotarro. Volvió a tropezar, esta vez con un cubo lleno hasta el borde de un agua negra amenazante que se tambaleó a punto de derramarse, no tuvo tan mala suerte, la puerta de la alcoba se abría por fin cuando sus pantalones ya venían arrastrando por el suelo. Ella seguía sin desnudarse por completo, moviéndose lasciva con la falda arrollada en la cintura, no hacía falta más, pero cuando, dándose ágilmente la vuelta, le empujó sobre la cama no pudo advertir las tostadas que llenaban las copas de un sujetador abandonado entre el edredón desecho bajo una pila de almohadones y cojines decorados con lamparones de diversa procedencia, y cuando se sintió cara al techo, con las migas y los restos de mermelada clavándosele en la espalda, mientras ella supuestamente se quitaba las bragas, tampoco pudo evitar repasar en un rápido vistazo la estancia, no es que hubiera suciedad por descuido o constante ajetreo, comparado con aquello la leonera de la que le acusaba su madre de tener convertida su habitación cuando todavía vivía con sus padres era el baldaquino de Brunelleschi en el Vaticano; alimentos a medio comer abandonados en la cama y el suelo, botes de refresco olvidados en la mesilla de noche, cercos dejados por fluidos de los que nadie en su sano juicio querría saber en sábanas y paredes, algún condón usado y manchas sólidas de humedad más antiguas que la inquilina, y una lámpara churretosa ocupada por una bombilla mugrosa de apenas cuarenta tristes y decepcionantes vatios que convertía la habitación una guarida sojuzgada por las sombras, lo que de repente impedía distinguir el rostro de una mujer que ahora se le sentaba encima, ya sin bragas, pidiéndole más guerra.
Pero la batalla final no tuvo lugar, la aprensión y el asco que le atenazaron la garganta y la polla fueron memorables, el estómago aguantó de entrada, no vomitó, pero su polla quedó derrotada en decimas de segundo, y cuando la arcada resurgía de sus recientes cenizas, justo cuando la cara pintada de aquella estupendísima hembra descendía hasta situarse a milímetros de sus labios, no pudo evitar dar un salto apartándola con violencia hacia un lado y salir disparado hacia la puerta, pero en su desesperada huída no pudo evitar reincidir y volcar el cubo de agua sobre la madera y casi matarse al escurrirse con la basura esparcida delante de la puerta, lo que no impidió que regurgitara en el rellano la primera papilla, un primer envío, el segundo pudo ser contenido y afortunadamente detenido por el aire fresco de la calle que lo lanzó de espaldas a la pared suspirando aliviado e invadido por una placentera sensación de libertad y felicidad de la que no recordaba antecedentes.
Minutos más tarde y de vuelta a casa, hundido entre el jolgorio general por el Año Nuevo, empezaba a maldecir, su sexo volvía a pedirle guerra reprochándole la frivolidad y crueldad con la que había desperdiciado una oportunidad de oro, pero ya no se sentía capaz, maldijo más fuerte, todo por culpa de su madre, sí, su madre y la manía de la limpieza que se encargó de inculcarle desde pequeño y que nunca pensó le impediría echar el polvo de su vida, más o menos, aunque, ahora que lo pensaba, ¿te imaginas lo que tendría aquella tía entre las piernas?