A veces es difícil decidir qué es lo que quieres cuando no dispones de tiempo para hacerlo, cuando los planes no están a mano y hay que inventar sobre la marcha, entonces los cálculos comienzan a fallar y las expectativas huyen despavoridas, salvo que puedas improvisar mientras andas pensando qué hacer aparte de esperar, porque, para empezar, estas cansado de esperar, harto de cansarte y olvidado, obligado a organizar tu vida de pronto en solitario, o frente a aquella momia, que viene a ser lo mismo. Uno y otra se miraban de reojo, con desconfianza, una novedad donde antes había gobernado la indiferencia, sin ganas ni alternativa porque el tiempo sería corto, debería ser corto, concentrados o preocupados por la siguiente etapa del viaje y las prisas, además, no había voluntad ni interés por comenzar nada que fuera a quedarse a medias; y ahora no les apetecía hablar ni preguntar quién les esperaba o por qué estaban allí, dónde iban, cuál sería el siguiente destino de sus vidas o de sus vacaciones, las que ellos mismos estaban gastando y compartiendo desde que esperaban juntos, porque, con toda seguridad, aquello tenía pinta de vacaciones, abandonados en aquel cruce desolado o dejados, porque ninguno de los dos eran de los que fuera fácil conformar y llevar a cualquier sitio, tan especiales que siempre tenían un pero más necesitado de satisfacerse. Por supuesto ya era tarde para empezar a confraternizar, o simplemente no les apetecía, ahora no, era un último recurso demasiado evidente para quienes no acostumbran a contar con ellos porque su dominio del tiempo es casi completo. Tampoco valía que estuvieran juntos y solos porque ya no querían estarlo, nunca lo quisieron, como no les había gustado, y que el autobús siguiera sin aparecer por la curva más cercana comenzaba a ser algo más que preocupante, el siguiente paso era odiarse o hacerse insoportables uno al otro, enemigos declarados desde la nada o después de tantos minutos juntos sin decidirse por alguna utilidad simplemente pasajera. Desde hacía rato estaba claro que el autobús no llegaría a tiempo porque ya no había tiempo previsto, ni siquiera tarde, el tiempo ya no era para algo o nada sino para sacarlos de allí, ambos mirando hacia el mismo lugar e intentando no tropezar para no tener que decirse algo incómodo o desafortunado, ni siquiera el socorrido cuánto tarda o ya llego tarde, su obstinación era solo comparable a su común abandono. Él, definitivamente perdido el tren que debería llevarle a la montaña y sus colegas, negado y sin perspectivas que no fueran buscarse otro medio de transporte para cuando llegara donde no era allí; y ella, también perdido para siempre el avión y sin posibilidad de otro vuelo que la regresara con sus nietos, su mundo y sus categóricos porqués, retenida a la fuerza en esta tierra tan desagradecida donde los desconocidos solo sabían hacer de desconocidos, tan distintos a los que en otro momento, sobre todo cuando era más joven, había conocido o creía haberlo hecho por la sencilla razón de que entonces ella misma se ofrecía con más claridad y menos temor de lo que lo hacía ahora, más preocupada por lo que le quedaba, que prácticamente le daba igual pero que de pronto se había convertido en una obsesión que no podía quitarse de la cabeza, durar, también es cierto que esa obsesión era ella al completo, sus veinticuatro horas de cada día de la semana, una vida obsesionada porque la obsesión la mantuviera viva otra mañana más. Cosas de anciana que aquel niñato enmochilado nunca comprendería, para él la vida era sólo futuro y como tal no tenían nada que decirse, pura coincidencia, probablemente un tarambana obsesionado por el riesgo y la aventura de tarjeta de crédito y el aburrimiento. Aburrimiento era el de aquella viejales aferrada a su maleta como si fuera el tesoro de Sierra Madre. Pero la espera continuaba y probablemente tocaba variar la estrategia e intentar un repulsivo acercamiento que remediara la amargura de no saber qué hacer, aunque eso significara ceder y, por supuesto, ninguno iba a ser el primero; cuando justo aparecía el autobús por la curva y de inmediato los dos se daban la espalda como si estuvieran allí de paso, una casualidad, pero no, no era una casualidad porque aquel no era su autobús, y los suspiros de alivio se iban oscureciendo mientras el fastidio pugnaba por impedir el paso al odio y a los segundos; imposible, venció el tiempo que los hizo girar sobre sí mismos hasta que sus ojos se encontraron en un destello de mutuo reconocimiento que no pudo durar porque el disparo que estalló a continuación se llevaba la vida de uno de los dos. El muchacho se desplomaba tan sorprendido por su inexplicable marcha como aturdido por la violencia con la que los ojos de la anciana seguían su derrota; ella vencía, volvía a estar de pie a salvo de sorpresas y escrutinios, regresaba el arma a su lugar aliviada y vencedora de las obligaciones que impone el vivir con gente que constantemente interrumpe tu delicado presente, tú, que haces lo posible por no tropezar y dejarlos en paz, hasta que de pronto llega el día que sin esperarlo o a traición, que viene a ser lo mismo, te encuentras con las antípodas en una parada que alguien inventó para joder a las personas obligándolas a hablarse.
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