Uno de los principios fundamentales de esta “tierra de triunfadores” viene a decir, más o menos, que es el propio individuo quien con su libertad elige su futuro, aunque sea para caer destrozado al otro lado, o situarse al margen, tan al margen que puede acabar por no contar -se omiten las causas-, como el hombre del carrito, y aún así seguir afirmando que sin él la libertad de este país no existiría; no es el mejor ejemplo, pero aquí, como en la mayoría de los lugares, la gente prefiere sujetarse a reglas impuestas a las que nunca reconocerían como injustas, no se sabe o no se quiere saber. Y cómo no, cualquier cuestión, incluso la menos espinosa, se solventa con el esfuerzo, en un ganarse la vida a pulso en el que no hay tregua, llegando la lucha hasta el último rincón, el de los olvidados, con el convencimiento añadido de que también este destierro será merecido; en el peor de los casos no hay más que mirar al fracaso de otros para sentirse dueño y orgulloso del propio. Desgraciadamente ya no queda Oeste donde asentar la propia libertad, el Oeste está completo, hasta el Pacífico, y cuando uno llega a la orilla y gira la cabeza vuelve a cerciorarse de que detrás no hay espacio libre, ¿entonces? Volverlo a intentar una y otra vez, en esto el país es tan generoso como cruel, más por tradición que por convicción; y en última instancia queda el Estado -el peor enemigo- y sus subsidios y beneficios sociales, el territorio de los inútiles y fracasados, la ignominia más espantosa para quien no ha sido capaz de usar y conservar su libertad compitiendo con los demás “de igual a igual”, o lo que es lo mismo, un sálvese quien pueda en el que las condiciones de salida -en eso consiste el truco- no son las mismas para todos; nuestro homeless, curiosamente, ya está salvado. En realidad todo aquí se plantea como una apuesta, un titánica carrera en la que los que están arriba -abstenerse de preguntar cómo y por qué- se jactan de que su éxito y riqueza es algo natural nada excepcional, ellos han trabajado duro y lo han conseguido, se lo merecen, en cambio, todo aquel que espera, que cae para no volver a levantarse o pide ayuda está gritando a los cuatro vientos que no es capaz de labrarse su propio futuro, su presente es su destino, una vergüenza y humillación también naturales, esa persona ha venido a este mundo a ocupar su lugar, otro lugar, como hay vagos, maleantes, parásitos… ¿qué es el sentimiento de inferioridad sino un invento que gobernará la vida de los que son incapaces de luchar y orientar, siempre según otros, la senda de sus propios pasos? Sin embargo ¿quién es más dueño de su vida, nuestro homeless o el tipo del carrito/familia adosados, la persona que trabaja limpiando las escaleras de un rascacielos en Downtown o la que hace cola en Grimaldi un sábado por la tarde para comer una vulgar pizza, quien se hunde en los túneles del metro con una lámpara y un casco a las doce de la noche o quien permanece aburrido y limpio como el coche al que está asignado, tirados en la calle, esperando horas y horas a que su dueño se canse de especular o divertirse, o el que sentado en Dumbo contempla Manhattan como si fuera una postal sin saber si la compró o se la vendieron?
Menos mal que todavía hay opciones para congratularse porque aún es posible hacer un uso diferente de la libertad, se trataría de consumir tu libertad según tus propias condiciones, sin necesidad de extraditarse de una sociedad en la que el consumo ha llegado a convertirse en un fenómeno imparable que se multiplica a sí mismo en función de su eficiencia, da igual que hablemos de mantequilla, trabajo, ocio, esperanza, libertad o personas, nada ni nadie puede escapar; cada cual jugaría con sus propias reglas ejercitando un derecho que limitarían pero no impedirían los demás, tal y como en cierto modo sucede en el pintoresco y singular Coney Island; intentarse, no hay nada que perder, porque al fin y al cabo e independientemente del éxito o fracaso uno empieza haciendo y hace lo que en el fondo quiere ¿soy capaz? Siempre será mejor que mirar hacia otro lado o a los que están peor mientras nos lamemos nuestras propias heridas consolándonos pensando que no son tan graves como las de los vecinos, o las de ese, porque ese no es de los míos, es un homeless, yo estoy por encima de él, sus estrecheces son mayores, porque mi bocado -mi migaja- es más sabroso, pero en definitiva todos malviviendo agarrados a un miedo común que inconscientemente nos exige mantenernos juntos en y frente al fracaso, cuantos más mejor, un falso alivio que no impide que con la otra mano sostengamos una navaja amenazando nuestro gaznate, resultado de una competencia suicida ensombrecida por un temor general a la temible espada de la miseria. Tal sería la pobreza del hombre del carrito, la conclusión final, pero ¿es realmente él el pobre?
El hombre del carrito sigue alejándose y probablemente en su enferma cabeza bulla una limitada certeza, es feliz, aunque cueste creerlo, hoy también verá ponerse el sol, o no, buscará un lugar en el que cobijarse y tutear a la noche -siempre se encuentra algo que comer-, ya llegará el invierno y con él otras preocupaciones, pero hoy la brisa del mar le regala lo que a cualquier otro de los que estamos aquí, o en cualquier otro lugar, la verdad de sentirse vivo, dueño de sí mismo, porque nadie sabe qué amanecerá mañana.
Coney Island es un lugar donde cabemos todos porque es un fiel muestrario de nuestra permanente y particular locura, desde el espectador que escribe esto hasta un hipotético lector, o esos dos chavales que de espaldas a la tarde buscan un caché que probablemente no hallarán; sin que ninguno tenga más importancia que el resto, dedicados a vivir y disfrutar no como si fuera el último día de nuestras vidas, esa frustrante e inútil pugna con la muerte, sino como un día más en el que no hay que comerse obligatoriamente el mundo, ni hacer cosas extraordinarias o definitivas, ni salvar a la más guapa del guión, ni ganar un millón de dólares robados, tan sólo abrir los ojos y sentir que sigues aquí, uno más, no el mejor pero tampoco el peor, aunque algunos estén empeñados en hacérnoslo creer a cada instante; todavía hay sol y el mar sigue igual de resplandeciente, los músculos se relajan, se estiran las piernas, cierras los ojos y la vida se posa amorosamente en tus labios, no sabes si respiras pero sí que estás vivo…