(USA) 1. El autobús de Charlotte

Entre el cansancio y la ilusión tras haber cruzado el Atlántico llegamos al instante en el que comienzan a rodearte los trámites, y más trámites, las obsesiones de otros y las sospechas; esperas perdidas en aviones, accesos a aduanas con plantones, funcionariales o no, extraños turnos de trabajo y advertencias estrictas, casi amenazantes -todos callados-, nervios en los nuevos, entrega y revisión de pasaportes, comprobación ocular, otra más, preguntas que pretenden ser capciosas, inesperadas o indiscretas, tanto da, comprobaciones informáticas -también lentas-, huellas dactilares -todas-, fotografías in situ, alguna que otra pregunta más a traición y, por fin, nos vamos encontrando al otro lado del puesto; más pasillos hasta llegar a la recogida de equipajes, nueva inspección de aduanas -ésta, aburrida- y otra cinta desde donde, en esta ocasión sí, las maletas viajarán hasta destino. Más arcos y puertas detectoras, bandejas con zapatos, bolsos, cinturones, más zapatos que unir a las prisas por si se pierde el siguiente vuelo, vuelven los nervios pero con menos dudas, hasta que llega el momento de la calma, cuando finalmente desembocamos en una pequeña zona de espera enmoquetada en tonos azules; también toca esperar, pero ahora es distinto, la sensación es de completa tranquilidad. De pronto adviertes que no hay disposiciones ni filas rígidas, ni arcos ni pasaportes, todos aguardamos de cualquier modo ante la puerta de embarque, sin orden, expectantes, calmos y apelotonados, unos pocos blancos entre una multitud de gente de color esperando el autobús, el avión que nos llevara a Nueva York. Las cosas han cambiado sustancialmente porque ahora nosotros somos aquí los extraños -estamos en Charlotte, Carolina del Norte-, entre una pequeña aglomeración de fin de semana; mamás y abuelas con bolsas, carritos y niños, solitarios pegados a su ordenador, gente sin más equipaje que las manos en los bolsillos, músicos con sus instrumentos, de ida o vuelta a la Gran Manzana, que, una vez en el avión, se depositaran en cualquier sitio, siempre dejando libre la zona del habitual pasillo central, aunque una vez en el interior del aparato adviertes que casi se pueden tocar ambas ventanillas con los brazos extendidos. No hay problema… ¿Puedo sentarme aquí, es que vamos juntos…? No hay problema… Mi asiento es aquel… ¿Le importa…? Quiero hablar con… ¿Puedo? No hay problema… ¿Puedo dejar esta trompeta aquí? Poco a poco, con cierta parsimonia, hábito o prudencia nos vamos sentando casi al azar con el beneplácito de las azafatas, que sólo se incomodan y advierten con severidad cuando el pasillo no aparece despejado. El resto del vuelo es un salto refrescado con agua y publicidad de vacaciones en el Caribe o en las Maldivas. Poco que contar, tan sólo sensaciones similares a las que uno siente, si es capaz de advertirlas, en el cuarto de estar de su casa.

Esta entrada fue publicada en Viajes. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario