En los tiempos de la ocupación de Norteamérica por parte de europeos emigrados, tiempos de indios y cowboys, la mayor parte de aquellos esforzados portaba un revólver, una pistola, una escopeta o una carabina, el caso era protegerse por si venían mal dadas, lo que no dejaba de ser una forma de relacionarse con los demás cuando las cosas se salían de madre y lo normal dejaba de ser normal -con resultados desgraciadamente mortales-, también es verdad que no hacía falta que cualquiera intentara reventar la fiesta o tuviera ganas de gresca o venganza, los había con muy mal carácter que a las primeras de cambio echaban mano de los hierros y a morir por Dios y el temperamento; no había para muchas explicaciones, ya que eran bastante parcos en palabras y aceptaban, de buen o mal grado, que las armas ejercieran de únicos jueces y que el más rápido, que no siempre era el más gallito, impartiera justicia. Pero cuando no había reyertas por medio, ni ganas ni interés por pelearse la gente mataba el tiempo contando nubes o se sentaba a hablar de buen grado sirviéndose de un vocabulario más bien parco, eran tiempos en los que primaba lo básico y las luces no contaban con buenas instalaciones; o se dedicaba a beber -y emborracharse-, a jugar, a enamorarse o a rellenar los días comunes discutiendo, cantando o riendo, amén de otras actividades que ahora no vienen a cuento. Cada cual intentaba socializarse como podía intercambiando modos, pareceres y opiniones con cualquiera en cualquier cantina o saloon.
Es cierto que los tiempos han cambiado y afortunadamente nos hemos vuelto algo más civilizados -siempre es bueno contar con la esperanza-, y ahora en lugar de llevar armas permanentemente nos ajustamos teléfonos móviles, somos mucho más rápidos a la hora de desenfundar y hemos ampliado sustancialmente el número de objetivos, siendo así que hoy no hay, no enemigo que se sienta a salvo, sino amigo que pueda dormir tranquilo sin que en la casa de al lado o en el culo del mundo un conocido que no tiene a nadie que le quiera o le aguante amenace matar tus sueños contándote cuánto se está aburriendo. El pistolero era uno más, es cierto que más hábil que el resto en el manejo de las armas, pero cuando no estaba matando se dedicaba a convivir con el resto, con lo que el orbe suspiraba aliviado a salvo de su difícil carácter y mejor puntería. Actualmente el “movilero” no deja descansar ni a amigos ni a enemigos -bueno, es cierto que de momento estos últimos no son el objetivo prioritario-, los asedia e incordia constantemente para evitar suicidarse con sus bostezos, da igual que esté en una cola, en el cine, comiendo, en el teatro, en el médico, cagando o follando, nadie puede respirar seguro, tampoco él mismo, una vez que sus amigos también disponen de su número de teléfono y así devolverle las afrentas. Hoy ya no son necesarios salones donde conversar, beber mientras se charla o echar unas cartas, sino que proliferan los locales hueveras -un hueco insonorizado, un huevo cerrado- en los que “matones móviles” limpian, agilizan, actualizan y se adiestran en el uso de sus exclusivas y personales armas practicando contra el vacío el disparo de gritos y banalidades, consumiéndose atrapados en una espiral de intereses de usar y tirar que causa pavor abandonar y en la que no existen las obligaciones, solo soledad y un terror visceral a lo desconocido, a que la fuente de las novedades deje de manar y haya que enfrentarse a la parada del diablo, sin puntos suspensivos o con final desconocido.