Juegos

Al calor del griterío colectivo en el que la mayoría de adultos y niños del país se educaron y seguían educándose los chiquillos mataban a diestro y siniestro correteando de un lado a otro del descuidado césped, moviéndose incluso al margen del caprichoso y resignado azar; los objetivos de su infantil ardor eran tanto reales como imaginarios, un extraterrestre fuera de juego o una hormiga, un árbol, una mosca o el vecino de turno que pasaba por allí en su encontradizo e descomedido zascandilear. Se esgrimían palos grandes y pequeños, todos igual de amenazadores, se cruzaban desafíos y golpes sin ton ni son, de momento sin heridos, se maltrataban las ramas y hojas más bajas de los árboles que salían al paso y se regresaba, siempre al trote, al lugar de partida para seguir repartiendo más leña. Mientras tanto las niñas, reunidas aparte, adornaban una piedra con hierbas y hojas que les traían los menos valerosos de ellos, o los más prudentes, o esos otros que prefieren el plácido, razonable y seguro pragmatismo de ellas, tal vez pensando en el futuro, o en su vejez, quién sabe, con la intención de confeccionar un trono real que la más avispada de todas ya se había apropiado, por su cuenta y riesgo y con el sumiso beneplácito de las demás que, conformadas por los siempre pertinentes caprichos del destino, se veían, con igual entusiasmo y sin menoscabo de la importancia de su merecido papel secundario, obligadas a competir entre ellas por un puesto importante en la corte: la segunda de la reina, su camarera principal, la favorita, la que le ayudaba con los vestidos, la que la peinaba… todo aderezado con más gritos y una escandalosa profusión de tacos, además de atropelladas e inconscientes adhesiones que en absoluto alteraban el, de momento, buen funcionamiento de la futura corte.

Los niños, ajenos a cualquier intento de ordenamiento, fijación, función o proyecto de partida o porvenir seguían galopando sin dejar de aporrear cualquier cosa que se dejara o se cruzara en su desnortado deambular. De pronto, a una orden o grito más alto que el resto por parte de la reina, ya en posesión de su emperifollado trono y rodeada de su corte de tímidas, pusilánimes y aduladoras, los críos se detenían momentáneamente, y sin abandonar su repertorio de gritos, berridos y cariñosos insultos se citaban para reunirse en torno a la sede de la supuesta corte, resolución que todos accedían a cumplir sin rechistar movidos por una especie de gregarismo innato que les hacía reaccionar obedientes ante los tonos más altos y perentorios. Uno o dos, reacios a la llamada de las jerarquías, se perdían maquinando un escondite o un refugio secreto por si en el futuro tenían que esconderse o planear pendencias o traiciones, o por no hacer lo que los demás. Una vez conseguido lo más parecido al silencio y tras muchos más gruñidos, insultos ceremoniales, ajustes de cuentas y tú más, la reina dictaba los mandatos generales que a partir de aquel momento debían regir el caos ecuestre de los chavales, daba a conocer sus reales intereses y la obligación de seguirlos para ser aceptados en el juego y la corte, y consiguientemente premiados; siempre y cuando ellos, a su vez, se comprometieran a cuidar y respetar su trono el botín obtenido tendría validez y el recreo podría funcionar.

Una vez finalizadas las recomendaciones la reina y su corte regresaban a las coronas, los vestidos y el ornato, y la futura descendencia, al tiempo que el resto de la tropa, al amparo de más aullidos y exclamaciones, se desperdigaba por el parque reincidiendo en su obsesión por arrasar todo lo que hallaran a su paso a la búsqueda de algún triunfo, probablemente una piedra, un objeto simplemente diferente o, si eran capaces, consiguiendo flores para adornar el trono, lo que los más valientes no aceptaban porque no iba con ellos, eran… otras cosas. Ante el desbarajuste propiciado por tal marabunta humana una ardilla distraída fue cazada al azar por un palitroque lanzado aún más al azar, con tan funestas consecuencias que el pobre animal quedó rígido en el suelo junto al tronco de un pino; inmediatamente fue rodeado a los sones de ¡le he dado! ¡no se mueve! y  ¡está muerta! apelotonando sobre sí un ejército de ojos asombrados y perplejos. La reina y su corte, alertada por los gritos y avisos de voceros  y comidillas, se presentaba ipso facto ante la víctima también sin mucho convencimiento de lo que hacer al respecto, bueno, su sentido práctico se ponía rápidamente en funcionamiento y ordenaba a la tropa, después de haber tanteado ligeramente el cuerpo del animal con el pie, por si se movía, el enterramiento sin tardanza del bicho porque eso era lo que se hacía con los muertos en la guerra. Las pocas voces apenadas o lastimeras para con el roedor eran prontamente acalladas o engullidas de forma desafiante por el grupo con la consiguiente vergüenza por parte de sus emisarios, no convenían al transcurso general de los acontecimientos. Ahora, pies y más pies se encargaban de tocar al animal evitando cualquier contacto innecesario por si todavía podía morder, y los más responsables o chivatos venían con adultos y menos para que certificaran no sé si la habilidad de sus juegos o la terrible realidad de sus limitaciones.

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