Quien sabe que no sabe

Llegado hasta allí por el lugar que cada cual ocupa en este mundo de convivencias, por casualidad o por propia voluntad, se hallaba ante aquel monstruo probablemente concebido por un frustrado que, si aún seguía vivo, se odiaba a sí mismo, un tipo que, habilitado por sus estudios para practicar una actividad supuestamente beneficiosa para sus semejantes, había decidido en algún desafortunado momento, quién sabe si seducido por qué miserable parca, proyectar esa desmesurada y descosida mole que tenía enfrente, un desmán roto y deslucido, jactanciosamente gigantesco, un derroche ideado para insultar a las personas convirtiéndolas en hormigas y que otro tipo igual de estrafalario y cuadriculado decidió en una mala noche dedicar a usos hospitalarios, sí, ese era el hospital, un enorme equívoco que cuando por fin te dejaba pasar persistía en su avasallamiento abandonándote en un desangelado y hueco vestíbulo ataviado con unas puertas metálicas diseminadas al azar que parecían dar acceso a peligrosos laboratorios donde trabajaran científicos descerebrados planeando el fin del mundo, escuetamente informado por una cartelería forjada para cíclopes y vacilante ante unos desmedidos y fríos pasillos ideados para alguna especie de vehículo industrial o espacial de alguna sociedad futura, que no personas, en los que los visitantes corrían el peligro de extraviarse aislados en su absurda anchura.

Caminaba con los demás, el último, dirigidos por el más espabilado o el que más tiempo había gastado recorriendo las entrañas de aquel exabrupto arquitectónico, deambulando por escaleras y ascensores que emitían consignas metálicas, que jamás podrán confundirse con la voz de una persona, hasta que dieron, como no suele ser habitual, con una puerta de cámara frigorífica que les permitió el acceso a lo que era una habitación improvisada para derrotar, que no curar. Todavía confundido o extrañado no supo reaccionar a tiempo y se halló a sí mismo excluido en el interior de aquel habitáculo, ajeno a un espontáneo rumor de pétalos cerrándose alrededor de la enferma, preciado tesoro envuelto por un afectuoso aroma cargado de atropellados murmullos que cariñosamente cercaban a la que en ese momento dejaba de ser víctima, como todos somos o seremos algún día, prisioneros de los rigores materiales que concita la existencia misma. Sobresalía un dulce ronroneo de besos, preguntas y revoltoso cariño, recuerdos de ayer, hace tiempo o un rato junto a sinceras caricias, comentarios ingenuos o infantiles, o del tiempo, pérdidas siempre discutibles, malas direcciones, opiniones acerca del edificio -su no sé qué o fealdad-, más sonrisas, alguna poco ensayada ternura y menciones a otros más o menos lejanos que no pudieron o no quisieron acudir, todo a la vez insuflando aliento, afecto y calor al interior oculto de la flor; sin embargo, aquella especie de inesperada gestación le brindaba el tiempo necesario para echar una ojeada completa a una habitación en la que, no cabía ninguna duda, se corría el riesgo de perder la esperanza y hacerse mortal. Y llegó el momento en el que cada pétalo, o todos al mismo tiempo, comenzó a padecer las consecuencias del generoso entusiasmo de su profuso y desordenado afecto en forma de un particular aumento de grados, lo que provocó que, caprichosamente uno tras otro, fueran abriéndose descubriendo a la luz una pequeña flor en la débil frescura de toda su humana humildad, un preciado tesoro sometido a un feo, envejecido y enano sillón desechado de otras alcurnias, un delicado botón al que la intrascendente fealdad del mueble no impedía brillar con fuerza propia; allí, sentada en el centro de la habitación, la paciente -porque debía esperar- se esforzaba persiguiendo a sus inquietos ojos saltando de un lado a otro brillantes y traviesos, incapaces de permanecer quietos, agradeciendo cada sonrisa o censurando divertida alguna que otra sentencia inconveniente, admitiendo benevolentes sermones y repartiendo dulces reprimendas, dejándose acunar entre gestos amigos y cordiales o comentarios deliciosamente frívolos; olvidando resignaciones antes vacilantes que ahora perdían consistencia gracias a una fuerza obtenida de donde nunca parece haber, fortalecida por una pizca más de ilusión y mucha gratitud que no siempre es obligatorio devolver porque nos sobra, mecido todo por un tiempo que voluntariamente optaba por demorarse entre aquel jovial jaleo de cuchicheos y voces intentándose abrirse paso casi a gritos, inconscientemente irrespetuosas con el lugar, que obligaban al aire a correr ligero entre las palabras refrescando risas y miradas yendo y viniendo entre ellos con ella. Una curiosa situación que inevitablemente no dejaba de fomentar más y más cortesías, sonrisas renovadas y también más reconvenciones -el genio, dicen-, sabios consejos de andar por casa de quienes nunca aprenden -todos-, además de otras muestras de atención disfrazadas de preocupación y seguidas de una tropa de buenos deseos entre los que se colaban mentirijillas que no pretendían ser piadosas o ese guiño sin un significado preciso cazado al azar, tal vez el bondadoso desafío de alguna flor rival, una queja evaporada con tumultuosa rapidez o el propio trabajo de la desconcertante memoria. Vinieron los recuerdos hacia las inevitables ausencias, lo que facilitó al camino a alguna lágrima asomando a traición, felizmente vencida por un vuelta a empezar intentando retomar lo anterior pero que nadie recordaba qué fue, lo que fuese, o proseguir con otro propósito hecho proyecto en el que de pronto florece un mañana, el miércoles, surge una advertencia que no pretende ser crítica ni benévola, planea un vaso de agua y salta un ¡cómo llueve! distraído y frugal que acaba coloreando las paredes.

La tarde y el tiempo fueron pasando y como de costumbre venciendo, madurando la dulzura, sometiendo voluntades y sosegando los deseos, facilitando el reposo de la alegría y dejando que la ternura se fuese diluyendo plácidamente entre giros de cabeza, vistazos a las paredes, ojeadas a través de la ventana o encontronazos con el suelo para evitar hablar con los ojos; las manos se cruzaban ahora sin saber, desaprovechadas, el techo era mil veces repasado y la debilidad de cada una de aquellas almas pugnaba por salir para ser inmediatamente reprobada obligándose a rebuscar en sí mismas un grano más de cariño, temblonas, recelando de una siguiente vez en la que intentarían no perderse, por si aquellas paredes tan feas fueran insuficientes para hacer de salvadoras. Las risas también se fueron aturdiendo dando paso a forzadas tentativas por hacer lo que se hace cuando hacer no cuesta esfuerzo, cuando saludamos o no saludamos, según nos venga, porque el segundo siguiente, sin todavía ser, nos deja caprichosamente mudos o justificando nuestro encogimiento hacia un saludo que no es más que eso, mejores deseos. Y como el mañana se aleja porque aún están en hoy la luz comienza a volverse más mortecina y con ella la esperanza, la oscuridad va afianzándose poco a poco seduciendo con indolencia miradas y corazones y el primer chirrido sucede, apenas percibido cuando inmediata y rápidamente alguien intenta taparlo sentenciando con una tontería que no es necesario que nadie crea, hasta que llega el siguiente, o un mohín, los parpados comienzan a pesar y alguien tiene que decir que el tiempo no va a cambiar, sigue lloviendo y los ojos escuecen; por el semblante de la enferma vuelan algunas sombras, el suelo se hace más reconocible, casi familiar, ahora las miradas no se atreven a cruzarse y lo que un poco antes era brillo y alegría entre los presentes adquiere esa textura trabada y espesa tan humana, delatora de tanto que no se es capaz de expresar, ¡cuánto te quiero! ¡qué puedo hacer para que me creas! ¡por qué no puedo llevarte conmigo! Preguntas tan hermosas y valiosas como en aquellos momentos temidas, crudas o crueles, que no duele decir cuando no son completamente ciertas pero que apuñalan el alma cuando uno no se atreve a articular porque presiente que se quedarán pequeñas, sospecha de su afilada brevedad porque está empezando a faltarse a sí mismo, desconfiado, desconfiando, como le sucede entonces a él que, sin mediar excusa, sale de la habitación sin saber, incapaz de respirar aire fresco en el interior de aquel monstruo tan frío y feo, y sin pensar cómo o por qué se lanza escaleras abajo sin volver la vista atrás, ahogado en su infinita inexperiencia, torpeza compartida que también violenta a los que quedaron arriba porque nunca se sabe del todo o solo se sabe de oídas, hasta que el agua de la calle le golpea el rostro, un agua ajena e incansable que le devuelve a la terca realidad del ¿por qué? al trasiego de la gente que va y  viene con o sin paraguas, con o sin flores, ignorando si saliendo o huyendo de aquella mole llamada hospital que, en su horrenda constitución, es capaz de abrigar a su pesar flores tan delicadas como las que con tanto cariño se esfuerzan en mimar tantas y tantas personas que, en su perenne debilidad, siguen sin saber y no obstante logran amasar una dureza inmensa que jamás podrán derrotar las horrendas construcciones improvisadas por los hombres más malvados.

Esta entrada fue publicada en Relatos. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario