De miedo

La historia sucedió, como suele ser habitual, sin que nunca nadie sospechara y sin que, tampoco nadie, cayera en la cuenta de que la corriente normalidad con la que se sucedían días, meses y años ocultaba el germen de un plan perfectamente calculado que, en el momento preciso, se encargaría de abrir la caja de los truenos para asestar un golpe de mano definitivo que cambiaría presente y futuro para siempre. Y por supuesto, si a alguien se le hubiera ocurrido sospechar, murmurar o insinuar la mínima posibilidad de que aquello fuera a sobrevenir habría sido inmediatamente tildado de fantasma o majadero, engendro retorcido que a causa de un odio inclasificable o unos prejuicios absurdos y sin fundamento era capaz de imaginar o concebir una idea tan infernal, porque ninguna persona en sus cabales, en un mundo al amparo de tan absoluta y humana rutina, daría cabida en su mente a tal disparate.

Resulta que las cosas y sucesos terrenales que procuran forma y contenido a nuestras vidas transcurren y son como son hasta que en algún momento dejan de serlo, obviamente, y aunque la muerte es algo que también está ahí, siempre que sea posible y por voluntad propia a cierta distancia, yendo y viniendo pero con los demás, en el mundo de los otros, en vivo, en las noticias o escondida por voluntaria omisión, cuando sin pedir permiso se planta a nuestro lado nos gusta pensar que es por una simple cuestión de mala suerte -no existe otra alternativa de la que echar mano con más facilidad-; llega el momento en el que la parca directamente nos toca y entonces, todo lo que parecía monótono, vivo y más o menos ordenado, comienza a descomponerse a pasos agigantados viniéndose abajo en meses, semanas o incluso días, pillándonos siempre desprevenidos. Esa rigurosa y definitiva realidad que consciente o inconscientemente nos habíamos negado a reconocer y aceptar como algo obvio y natural ahora nos pone los pelos de punta, nos confunde, subvierte nuestra repetida regularidad y nos deja con la boca abierta e incapaces de reaccionar; a continuación vienen las prisas, los intentos de recapitulación y los esfuerzos inútiles por recuperar el tiempo perdido, los ajustes de cuentas diferidos o la desesperada y baldía tarea de tratar de solucionar tantos problemas aplazados para más tarde a los que ya nunca llegaremos, la irreflexiva consternación por no poder parchear o cerrar todo lo que aguardaba con la etiqueta de pendiente y en su momento dejamos tal cual porque cuando pasábamos como normales más o menos felices preferimos arrinconar para otro momento, cualquiera menos precisamente ése en el que pensábamos en ello. Y mientras tanto nos gustaba rodearnos de sucedáneos, sustitutos, conformismos, indiferencia o mortal aburrimiento antes que sentarnos con nosotros mismos y disponer, arreglar o adornar unas vidas que se iban agostando sin pausa con nuestro ciego y privado consentimiento. Hasta que llegó la noche, una noche repetida como tantas otras en las que el planeta y su giro sin fin nos obligan a dormir sin que le importen un pimiento nuestras voluntades, embarcados como estamos en una sucesión infinita ante la que nada podemos hacer. Esa noche, iniciada aparentemente al azar en una parte cualquiera del planeta, los animales llamados de compañía, sobre todo los perros en sus múltiples variedades naturales y artificiales -¿alguien se preguntó en alguna ocasión a qué se debía tal proliferación de variedades caninas?-, cuando la mayoría de los humanos andaban vencidos por los pasajes del sueño, comenzaron a actuar de manera distinta a lo habitual y, continente por continente, país por país, casa por casa, el perro, grande o pequeño, de raza exclusiva -inventada o no- o callejero, amagado como de costumbre en su rincón habitual, se irguió sobre sus patas a la orden de una señal desconocida que de pronto se activó su cerebro, olfateó el ambiente y sin dudar un segundo se encomendó a su tarea enfilando hacia las habitaciones donde sus confiados dueños dormían su natural ausencia, situándose a los pies de la cama y saltando a continuación sobre ellas moviéndose con rapidez hacia los rostros de sus ahora desconocidos y unos minutos antes amados propietarios, víctimas al alcance de sus mandíbulas, para, sin dar tiempo a la duda o al azaroso despertar, morder y desgarrar con violenta y furiosa voracidad uno tras otro los cuellos de sus antiguos dueños hasta hacerlos desangrar, regresando a su lugar de descanso una vez seguros de que sus correspondientes humanos se hallaban bien muertos, y una vez allí esperar al siguiente mandato que el manipulador universal tuviera dispuesto antes de su vengativa llegada a la tierra.

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