En una mañana en la que por fin el sol se atrevía a lucir después de tantos días espantado por la lluvia y las nubes los más atrevidos y menos se lanzaban a la calle con la sospecha todavía detrás de la oreja, un sábado de cielo azul en el que, a decir verdad, no confiábamos del todo. Sin embargo las cosas parecían más claras, allí estaba el sol, ahuyentando el frío del invierno en primavera y evaporando el agua introducida en cada grieta de la pared, una humedad que ahogaba la tierra y venía ensombreciendo desde hacía semanas cada una de las células de todo bicho viviente que, por fin, comenzaban a sentir cómo el alimento del buen tiempo regresaba y el propio cuerpo hacía circular por sí mismo un calor que creía olvidado. Allí, en la puerta de la iglesia ahora abierta, ellas entretenían la espera moviéndose con alguna dificultad elevadas a alturas estratosféricas de todos los colores, una elegante costumbre que casi siempre es el preámbulo de futuros problemas y deformaciones de los pies que darán de comer a los podólogos de mañana, zapatos comprados hacía algún tiempo y guardados con más esperanza que temor, tornado luego en desconfianza, hacia una primavera incapaz hasta hoy de lucir sus mejores galas; ellos enlatados en trajes negros y otras ordinarieces adecuadas a la ocasión, osados y satisfechos, con bolsas, cámaras y teléfonos dispuestos a fotografiar todo aquello capaz de reflejar la luz del sol, sobre todo a ellas, coquetas y sonrientes por poder lucir un vestido que el día anterior contemplaron en el armario con más tristeza que ilusión, recelando o sin esperanza de poder estrenarse adornadas con la alegría de sus colores. Los novios aún no llegaban y los curiosos que se atrevían a entrar en el templo o hurgar entre los invitados de pronto se despistaban atraídos por la inesperada llegada sin prisa de un camión y un coche de bomberos, precisamente hasta casi las mismas puertas de la iglesia, donde, a simple vista, no parecía moverse ni suceder nada que no fueran los prolegómenos de un ritual antiguo y primaveral, otra boda más para regodeo de la jerarquía eclesiástica y sus ofrecimientos y apuestas en contra de la naturaleza humana. Los bomberos, asesorados por una pareja motorizada -en otro coche- de la policía municipal, no apuntaron sus pasos y moderada prisa hacia la boda o sus invitados sino que se precipitaron hacia las altas paredes de piedra que encajonaban el río, del que una de sus orillas refrescaba los cimientos del templo. Del tímido revuelo y curiosa alarma general obtuvimos los allí presentes la plácida confirmación de que la imprevista llegada del equipo de salvamento y/o rescate se debía a los apuros -siempre supuestos- de un gato callejero que se debatía nervioso sobre cuatro ramas peladas a pocos centímetros de una corriente veloz que amenazaba con arrastrarlo al menor descuido.
Con una determinación propia de cuerpos habituados a moverse entre minutos y segundos, o décimas de segundo -siempre urgentes-, los bomberos cortaban la estrecha y única calle paralela al río y comenzaban a prepararse para descender en busca del gato entre la expectación de invitados y curiosos que sin acuerdo previo habían decidido dejar los pormenores del reciente enlace para después. El gato, como ya he dicho, visiblemente nervioso, dudaba entre la corriente y aquellos tipos vestidos de oscuro que de pronto habían comenzado a asomarse gesticulando y señalándole con el dedo unos metros por encima de él, probablemente tramaban algo en su contra y, como buen animal, no se imaginaba que lo que aquellas personas intentaban era salvarle del agua. Ataviado con ropa y arneses reglamentarios el más bombero de todos -madurito, delgado y musculoso, de larga melena al viento- comenzaba a descender por la pared hacia donde se hallaba atrapado el felino, pero he aquí que la supuesta víctima, unos centímetros antes de estar al alcance de su potencial salvador y, por si acaso, preguntarle el motivo de su inesperado y arriesgado descenso, decide echar a correr por un estrecho bordillo hacia el interior de un túnel por el que el río es empaquetado bajo las calles de la ciudad. El público aplaude, no sé si al gato o al bombero, y el apuesto liberador, tras intercambiar unas palabras con sus compañeros de arriba, decide desarnesarse y aventurarse río y túnel adentro por si el gato tuviera a bien detenerse, preguntar y razonar acerca de la conveniencia de dejarse salvar como doméstico antiguo por personal tan diligente como valiente. Tras unos minutos de expectante espera general… nada, el bombero regresa de la oscuridad de vacío, explicando a sus compañeros que la testarudez del gato era categórica, no quería que le salvaran -ignoro si hubo algún intercambio de pareceres entre ellos-, así que, de cualquier modo y bajo sus propia responsabilidad, el gato había optado por aventurarse en la oscuridad antes que fiarse de una mano bienhechora que tan sólo pretendía rescatarlo del peligro de las aguas y llevarlo arriba, dónde sus congéneres. Tras una breve y rutinaria espera y definitivamente fracasada la operación, el bombero ascendía hasta la altura de la calle ante la indiferencia general de un público que, de nuevo sin nada comentable o fotografiable, había vuelto a la boda porque ya el novio hacía su aparición en la plaza a bordo de un engalanado y brillante automóvil, mientras los curiosos también se iban desperdigando por las calles adyacentes buscando qué fotografiar o con qué entretenerse bajo aquel sol de sábado que, hoy sí, a tono con le estación del año, ya empezaba a picar.
Sin rescate ni celebración bomberos y policía, tras haber despejado la calle y restablecido el tráfico, volvían donde suelen. Yo, para variar, comencé a preguntarme cuanto podía costar y quién pagaría aquello. Una manía mía.