Una de vaqueros

Es una película de vaqueros, de esas imposible de ver hoy en una sala comercial y mucho menos filmar -tampoco Tarantino-, sobre todo porque el personal pasa de vaqueros e indios, a pesar de la afición de la gente a hacer constantemente el indio tanto en su vida pública como privada. Y como no podía ser de otro modo es en una película de vaqueros donde uno puede apreciar en toda su crudeza la lucha a muerte entre hombres normales y corrientes poseídos por las ambiciones y los deseos que han llevado a la humanidad a lo que es y representa en la actualidad; desgraciadamente el contexto sigue pesando demasiado, se ve antiguo, claro, si uno no va más allá de las pistolas y las plumas. El hombre de Laramie es la película, y en ella un magnífico James Stewart interpreta a un hombre con un único y claro propósito, desenmascarar a los causantes directos de una matanza de hombres blancos por parte de los indios, lo que da lugar a un enfrentamiento puro y duro entre el poder desnudo y su desmedida ambición, por encima de vivos y muertos, y la voluntad de justicia de un solo hombre tras la verdad, o en cualquier caso la justicia que ponga a cada cual en su verdadero sitio. Pero, al margen del grato placer de verla de nuevo, lo que en esta ocasión anduvo rondando en mi cabeza después de la película -probablemente influido por los tiempos que corren- fue la fauna de secundarios que forman la argamasa que compacta las interpretaciones de las dos voluntades principales, no tanto los buenos -según la clásica discriminación que cualquier espectador hace a la hora de clarificar los personajes- como los malos -qué sería de cualquier buena película si no desfilaran buenos malos por sus imágenes-.

Estos malos se movían inquietos y desconfiados entre las vastas e ilimitadas ambiciones del poder y las contadas expectativas de justicia del ciudadano solitario dando o escondiendo la cara según sus confusos y rastreros intereses; rostros de pusilánimes, temerosos, resentidos y cobardes mostrando un feo catálogo de dobleces, mentiras y traiciones que a duras penas pueden sostenerse bajo la luz directa del sol porque sus valedores están habituados a sobrevivir en la semioscuridad de la medianía, temblorosos y a la expectativa, no son hombres de honor responsables de sus propios actos. Estos personajes me trajeron a la memoria algunos otros de nuestra realidad más reciente, políticos, defraudadores, trepas, lameculos y gente sin oficio ni beneficio que pululan entre las entretelas del poder -poder que desgraciadamente en la actualidad no posee un rostro identificable al que enfrentarse cara a cara con un revolver en la mano- robando, traicionando y asesinando por intermediación protegidos por el sistema y ocultos tras su propia cobardía. Porque hoy, tal y como sucede en la película, los malos no pueden ser desenmascarados y  públicamente eliminados a cara descubierta en un duelo en la calle principal en honor a la verdad y la justicia, sino que, para empeorar aún más las cosas, disponen en su beneficio de una cohorte de pistoleros de oficina y picapleitos sin escrúpulos encargados de enturbiar cuanto sea posible la escena de cualquier crimen, hasta el punto de ser prácticamente imposible dar con una prueba clara y limpia de los viles actos del asesino o traidor. Estos pistoleros y picapleitos, traidores a su propia profesión, no se encargan de impartir justicia, sino que colaboran con los cobardes para apropiarse parte del botín; en más de un caso para repartírselo a partes iguales.

En El hombre de Laramie la justicia finalmente triunfa y el rostro humano del poder, al verse sólo y vencido, cede ante su propia humanidad pidiendo ayuda y reconocimiento. Pero hoy, al carecer el poder de un rostro o rostros identificables, sus sicarios se escudan en que no existe prácticamente nadie con voz y arrestos a la hora de castigarlos, no hay una cabeza dirigente para lo bueno o para lo malo y por tanto los cobardes medran sin trabas, escrúpulos ni responsabilidades amparados en la confusión interesada y la más vergonzosa impunidad que la ausencia de gobierno provoca.

¿Se echa hoy de menos al valiente que cara a cara elimine al malo principal, eche a puntapiés a los cobardes y haga justicia? ¿Se ha convertido la justicia en un negociado de cobardes y abogaduchos empeñados contra el mundo en inventar y hacer prevalecer una mentira muy difícil o imposible de desentrañar?

Pero de lo que no cabe la menor duda es que hoy vivimos en un mundo de cobardes.

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