Urgencias

Hay gente que nunca suele esperar, tal actividad es una cuestión que no va con ellos, no lo hacen para coger un avión ni para comprar el pan, ni siquiera cuando tienen que acudir a Urgencias por una ídem. Sin embargo la mayoría de los mortales a menudo han de soportar el inconveniente de tener que esperar en muchas de sus actividades diarias y, cómo no, también cuando tienen la mala suerte de necesitar alguna urgencia hospitalaria. En estos centros de infortunio común cada cual se comporta y desnuda a su pesar sin que su razón o razones puedan evitarlo, la espera suele mostrar lo mejor y lo peor de las personas, dejando a la vista general las cualidades y manías con más celo ocultas. He aquí algunos ejemplos, entre heridos, doloridos, febriles, descompuestos o simplemente afligidos a veces se cuelan los enfermos de soledad, un dolor que se manifiesta a través de un sinfín de sufrimientos físicos, son personas que tan sólo precisan para sentirse bien que alguien les preste atención, les mire a los ojos atentamente mientras hablan y después les digan lo que quieren oír, aquello que ya suponían o imaginaban, porque necesitan demostrarse a sí mismos que siguen vivos y en este mundo; al lado se sientan los que durante su tiempo de espera se dedican a informar o martirizar -tanto da- al incauto de la silla vecina contándole con detalle sus mil desdichas, su enfermiza experiencia de enfermo, los cientos de brebajes consumidos para atender una dolencia de la que él  o ella sabe más que el médico, su íntimo y permanente tormento a la vez que razón de su existencia. Están los que sufren sentados viendo pasar el tiempo, no es que tengan mucho que hacer, pero siempre se creyeron distintos, especiales o más fuertes que los demás, no comulgaban ni sufrían como el resto de los quejosos mortales, el mundo verdadero era el suyo y el resto giraba alrededor, visiblemente nerviosos y hasta agresivos no son buenos compañeros para charlar de cualquier cosa, aunque siempre hay excepciones, sobre todo cuando la voluntad comienza a flaquear y los deseos de sinceridad hace saltar las propias defensas. También se sientan, si hay sillas libres, los que no tienen nada importante que hacer fuera de aquellas paredes y les gusta pregonar su enfado por tener que seguir haciendo nada precisamente en aquel lugar -a pesar de su estado físico-, coléricos y hasta desafiantes, con el teléfono exhausto y a punto de agotarse juzgan sin piedad a cualquiera que suelte una tontería o se atreva a equivocarse, porque precisamente él o ella no tenía que estar allí, y sigan sin entender o aceptar con qué derecho su cuerpo sí. También son de este mundo los que han decido tomarse las cosas con filosofía, no había más remedio, están en Urgencias y toca esperar, pues lo mejor es hacerlo lo más cómodamente posible, notifican a familiares y citas el repentino inconveniente, posponen con elegancia su día a día y se sientan a leer plácidamente hasta que les llegue el turno. ¿Y los perdidos? tipos con cara de no saber muy bien de qué va la cosa, que acudieron a Urgencias porque era la primera opción sin estar completamente convencidos de ello, dudosos acerca de lo suyo o de si les corresponde tal beneficio, personas que en lugar de rostro lucen una huérfana y enorme interrogación, además de un desamparo tan conmovedor que uno acaba preguntándose cómo pueden sobrevivir en este despiadado mundo. Están los más jóvenes, recién cocidos y mayores, frágiles, impacientes, traicionados en el mejor momento por su propio cuerpo y sin capacidad todavía para saberlo o reconocerlo, poseedores de un sustrato físico pero incapaces de buscarse y sentirse en él para otras cosas que no sean el martirio y los adornos, de pronto conscientes de que lo tienen en propiedad, incluida la posibilidad de ciertos, inesperados y siempre molestos desajustes, atados permanentemente al teléfono o algún otro mata ratos digital, obsesivamente atrapados en su propio aburrimiento y capaces de morir por autoabandono y acabar directamente en la morgue de no ser por sus complacientes y sacrificadas madres.

Entre profesionales que van y vienen haciendo su trabajo de mil formas posibles aguardan siempre atentos y expectantes decenas de rostros de esperantes suspirando entre el fastidio, el deseo, la esperanza, su contraria, la soltura, siempre supuesta, la prisa, nunca real, la intranquilidad, siempre cierta, el aburrimiento -también para los que toca acompañar- y la paciencia, quienes, en general y a su pesar, entienden que en un lugar de muchos alguien tiene que ser obligatoriamente el último, aunque todos en el fondo con una esperanza común, la de no ser ellos los que dejen la sala vacía tras de sí… temor siempre infundado, porque los visitantes no dejarán de aflorar continuamente a lo largo del día, las semanas, meses y años, afluencia solo interrumpida o muy lentificada cuando algún acontecimiento importante detiene el país -si, también las urgencias-, sujetas, como todo invento humano, a los vaivenes de la actualidad, porque sólo cuando la actualidad ha pasado la página más importante del momento se acuerdan el paciente y allegados de que tenían una urgencia que resolver.

¿Y qué hacen los que nunca esperan cuando, debido a esos curiosos avatares que tiene la vida, han de esperar? ¿o verse a sí mismos en Urgencias? Desesperarse y maldecir por tener que vivir en un mundo habitado por personas físicas y vulgares… luego, y lo que es peor, ellos son otro más. Ahora se dan cuenta. Mala suerte.

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