Ignoro si esta especie de cuento servirá para que alguien saque conclusión productiva alguna, tal vez una sonrisa piadosa, quizás una exclamación de fastidio por la pérdida del tiempo invertido en leerlo o un insulto porque con lo que corre todavía haya gente que se dedica a cosas semejantes.
Imaginen que algunos de nuestros antepasados comenzaron a comerciar transportando e intercambiando productos concretos de regiones distintas alejadas tanto física como evolutivamente. Es posible que pequeños grupos organizaran caravanas para llevar y traer productos de la tierra, además de pequeñas y apreciadas manufacturas, estableciendo mercadillos que a todos satisfacían, o fletaran embarcaciones que transportasen esas mismas mercancías entre lugares mucho más alejados. El beneficio que el comerciante conseguiría por el transporte y la organización de la compraventa probablemente sería una parte de los mismos productos que gustaría almacenar como signo de fortuna. Hasta que tanta acumulación perecedera y sin interés por sí misma se convirtió en un engorro por la necesidad evidente de cada vez más espacio para conservarla y su inevitable pérdida de valor. Así que el propio comerciante tuvo la brillante idea de inventar las primeras monedas, darles una equivalencia, establecer unos precios y conseguir que fueran aceptadas en diferentes lugares alejados o desconocidos entre sí. Ahora el comerciante podía enriquecerse acumulando monedas en lugar de productos perecederos de nula rentabilidad para su actividad y modo de vida.
Fabricadas las primeras monedas -dinero-, su perfeccionamiento y aumento corrió parejo al descubrimiento de tierras y grupos humanos con ganas de salir de sus propios territorios y conocer nuevas, más que culturas, formas diferentes de vida, amén del creciente deseo del comerciante de atesorar un mayor número de aquellas. El ejemplo cundió con rapidez y la evolución del dinero como elemento de intercambio y enriquecimiento fue acelerándose. A la pasión por acumular cantidades cada vez más elevadas, que seguía teniendo el inconveniente de necesitar más y más espacio para amontonarlas, se sumo la posibilidad de invertirlas en terrenos y construcciones que no era necesario proteger con tanto celo una vez que se registraban públicamente a nombre de su propietario -otra brillante idea-. Como era de esperar el “natural” deseo de aumentar las propias posesiones obligaba a buscar más dinero que, en metálico, ya iba siendo un auténtico fastidio acopiar, coleccionar o transportar. El paso siguiente tuvo que ver con la posibilidad de seguir atesorando más y más sin los problemas de almacenamiento, y para ello nada más fácil y práctico que inventar y hacer creíble el papel moneda. Surgieron de la nada pagarés, letras, billetes etc., ligeros y, como quien dice, fáciles de archivar en cualquier sitio.
Las cosas se vinieron desarrollando más o menos de este modo hasta casi nuestros días, pero era tal la cuantía del dinero que fueron acaparando algunas personas -actividad muy lucrativa de la que nunca se saciaban- que tampoco había suficiente terreno en propiedades o lugares lo bastante seguros para llevarlas o custodiarlas. Se necesitaba con urgencia otra reforma para su cómoda manipulación y, como se imaginarán, el siguiente paso fueron las tarjetas de crédito y/o similares, el dinero material –el contante y sonante- ya no era estrictamente necesario; tampoco fue muy difícil convencer a la población de las virtudes de esta nueva “cualidad inmaterial” del dinero, o de la excitante conveniencia y honradez de unos números anotados en papel que, aunque no se correspondían en la realidad con objetos táctiles “de carne y hueso”, sin embargo tenían muchas más posibilidades comerciales, es más, mediante la invención de unas cada vez más complicadas anotaciones numéricas un supuesto propietario podía adquirir lo que deseara de forma ilimitada, la luna incluso; un dinero invisible que no a todos convencía y a algunos pillaba a la defensiva en cuanto a la credibilidad de su validez, pequeño número de irreductibles que pronto fue incorporado al redil. En poco tiempo todo el mundo manipulaba –es un decir- ese dinero de sólo números, de tal modo que, curiosamente, los que antiguamente más tenían seguían teniendo -ahora mucho más, en cantidades inimaginables- y los que nunca tuvieron permanecían tal cual. Pero eso es una cuestión que nada tiene que ver con la evolución del dinero.
Y ese es nuestro presente, en la actualidad el dinero material apenas es necesario -sólo para traficantes sin escrúpulos y desaprensivos antisociales-, mañana no existirá, funcionaremos a base de anotaciones virtuales que creeremos sirven para vivir y de las que dependeremos para ser más o menos felices. Y esas cantidades tan enormes, que no abarcaríamos ni con la imaginación, aparecerán en pantallas con un “valor real” que a la mayoría les sonará un poco a chino, aunque a nadie se le ocurriría pensar, ni mucho menos decir, que con semejante alquimia nos están permanentemente engañando. Sin necesidad ya de territorios que no se pueden abarcar con la vista ni de oscuros lugares para acumularlo, el dinero pesado y delator por fin ha conseguido alcanzar el paraíso, un cielo en el que las cifras pueden aumentar vertiginosa o mágicamente sin el lastre de las obligadas equivalencias materiales, un edén de números sin fin con un poder absoluto intangible y real donde adquirir y poseer lo que se desee sin aportar absolutamente nada material, basta con cambiar las anotaciones de una cuenta a otra. Y todos tan contentos. Pero tal facilidad, comodidad y volatilidad del dinero no ha tenido como consecuencia una mejor vida para todos en general, los que antes no tenían porque no podían acumularlo siguen sin tener, únicamente que ahora ya ni necesitan un refugio para guardarlo.
En el futuro esas cantidades astronómicas se multiplicarán en ciertas cuentas gracias a mágicos galimatías que expertos nigromantes manejarán y ya administran con gravedad de brujos ante la mirada y asentimiento general, que sigue pobre y sin entender. Es la felicidad completa, una riqueza contable escandalosa e inabarcable hasta para sus mismos propietarios. Por fin la ambición de ganar dinero, mejor, de inventar dinero, no tiene límites.
Hoy en día cualquier ciudadano de bien “entiende perfectamente” que un “emprendedor” le diga a un corro de charlatanes a comisión que tiene sin tener y por hacerlo público pase a tener diez, o veinte, cien o mil veces más, puede seguir ganando y teniendo mucho más a condición de que todos crean que tiene y nadie sepa que no tiene y si algún lince se va de la lengua y le dice, como al rey del cuento, que va desnudo -o sea, que no tiene-, sólo ha de asignarle otra cuenta en la que el espabilado pueda disponer de algo para que todos sepan que él ahora tiene sin que tampoco tenga. Y aquí paz y después gloria.