Roma no

En el centro del mundo católico unos operarios provistos de modernos medios de elevación y aerosoles limpian y dejan brillantísimo el impresionante baldaquino de Bernini, tal que ni el propio autor lo pudo en su día imaginar. Los enormes mármoles del suelo son limpiados y pulidos con máquinas manipuladas por los más jóvenes empleados de la casa -jersey con anagrama-, los siguientes en edad vigilan impíos los accesos a capillas y a la, según libros y fotografías, impresionante Piedad de Miguel Angel, alejadísima y protegidísima tras muchos metros y un enorme cristal que dicen antibalas; los empleados que vienen a continuación son de mayor edad y controlan otros accesos de más trascendencia -a los sótanos de la basílica y capillas más importantes-; y los mayores de todos, casi ancianos, cuidadosamente peinados y chaqueteados, van y vienen con paso lento supervisando a todos -que son muchos-, aupados por una experiencia y prestigio de sagrado servicio que imagino costará años y otros menesteres conseguir. Los visitantes andan de un sitio a otro sin saber qué fotografiar, porque visitar es difícil y rezar no viene al caso, se trata de admirar el poder de Dios en la tierra.

Afuera la muchedumbre se agrupa en la plaza entre expectante y aburrida bajo un sol de justicia, ante un momento que supongo muchos consideraran fundamental en sus vidas, insignificante y fatigoso en lo material, en lo espiritual no alcanzo a qué o cuánto.

Por una de las calles laterales de acceso a la plaza, organizando un follón de tráfico de mucho cuidado, avanza una especie de procesión de hombres y mujeres pequeños vestidos con trajes regionales -que luego nos enteramos bolivianos- siguiendo a dos pequeñas imágenes y un sacerdote blanco que ruega y ruega megáfono en mano no sé si por nosotros o por las vírgenes. Estos indígenas, prácticamente todos menos el sacerdote, con aspecto cansado y despistados caminan como aburridos autómatas imaginando y persiguiendo un cielo que nada tiene que ver con el de sus antepasados. Si recuerdan el final de la película Apocalipto, el protagonista, una vez en su tierra y con los suyos, ve acercarse a la playa unos botes, procedentes de unos barcos enormes, que trasportan a unos tipos altos y barbudos armados con cruces y espadas. Los rostros de estos peregrinos en el Vaticano son los mismos que los de la película, pero los actuales aparecen más inextricables y sin alegría, máscaras confundidas que caminan tras un hermano blanco y sus ídolos sin todavía entender a qué deben ser fieles primero, si a su tierra y sus antepasados o a este minúsculo enclave armado de lujos y privilegios.

Los de aquí, los gobernantes y habitantes de este mínimo lugar denominado país sí saben cuál es su tierra y su lugar en el mundo. Los otros, los indígenas americanos que cargan con vírgenes, coches, maletas, explotación y sufrimiento caminan bajo un sol desconocido en un lugar más desconocido aún, siguen al representante de Dios sin todavía saber cuál es su lugar en el mundo, si la tierra ultrajada y humillada de donde provienen o este centro de un poder milenario e inalcanzable de unos blancos que saquearon sus tesoros y les robaron sus joyas más importantes, sus almas.

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