Imagínense un soleado e iluminado restaurante “guay” en el que se puede comer bastante bien por menos de lo que piensan, en un ambiente también “guay”, con unos camareros que van y vienen con una sonrisa permanente atendiendo sin descanso ni cansancio. La clientela tira para joven, no sé si con trabajo, fijo o temporal, da igual. La cuestión es que el ambiente es de los que invitan a quedarse y prolongar la comida con una cháchara entretenida más o menos interesante, nadie parece tener mucha prisa, todos sonríen, al menos los que puedo ver desde mi mesa, no hay broncas, ni discusiones familiares, ni bebés berreando, ni fiestas de cumpleaños con mucho cumpleaños feliz y tal y tal. De pronto me fijo en la mesa que tengo delante, donde dos mujeres, no puedo verles las caras, y un joven a la moda (?) piden la comanda al sonriente camarero; una vez que éste se ha ido el tipo echa mano con un tic de desesperación de lo que parece ser un teléfono móvil “última generación”, un cacharrito blanco con una manzanita grabada en el dorso, lo manipula con gesto preocupado y permanece atento a él un buen rato, el suficiente para darme cuenta de que las dos jóvenes hacen exactamente lo mismo con sus respectivos cacharritos, también con la manzanita grabada, esa marca tan cara que capta adeptos «guay» con buena cartera y los ata a un sistema exclusivo fuera del cual nada saben ni pueden hacer o pensar -estos no entienden de software libre, ¡que vulgaridad!-, para ellos si no tienes marca no existes, ni puedes fanfarronear en cualquier cafetería viendo los mismos vídeos aburridos y las malas fotografías de siempre con la manzanita gritándole al personal, ¡eh! ¡soy uno de ellos! ¿a que te mola?-. Bueno, que la cosa no va con la manzanita, simplemente los tenía ahí delante. Cada cual puede tirar el dinero donde la apetezca.
Han pasado cuarenta minutos, más o menos, he terminado mi postre y hojeo una revista que compre antes de entrar en el restaurante, los de la mesa de enfrente han ingerido una serie de alimentos desconocidos junto a sus cacharritos sin decirse una sola palabra, los han manipulado y levantado de la mesa más que los tenedores o sus ojos para mirarse entre sí, de vez en cuando para mostrarse alguna tecno-habilidad que posteriormente los otros han recomprobado en sus respectivos, siempre limpiando las delicadas pantallitas con cara de alelados y mirada de imbécil funcional; al margen de eso nada de nada, igual podían haber comido paja. No sonríen, no intercambian más de dos palabras seguidas sin volver a mirar a las pantallitas -¡que felicidad!-, los imagino durmiendo, cagando o follando con el cacharrito adherido a la parte de su cuerpo que ustedes quieran.
Entre curioso e impertinente, con ganas de molestar y la muy alta probabilidad de salir escaldado decido dar por terminada mi comida, me levanto después de dejar el importe de la misma sobre la mesa y me acerco a mis vecinos -no me ven llegar, es completamente imposible-. Con diligencia y educación dejo sobre su mesa un euro, una de las jóvenes me mira con cara de nada. – Es para que os compréis unos cerebros nuevos que puedan funcionar por sí mismos, ya sé que es poco dinero, pero creo que no dais para más. Adiós. Encantado.
Y me dirijo hacia la puerta de salida. Antes de llegar a ella, demasiado tarde, tal y como suponía, oigo una voz masculina: ¡Eh! ¡tu! ¡gilipollas! ¿quién te has creído que eres?
Para entonces ya estoy fuera, ahora sé que no va a suceder nada más, esos infelices no son violentos, no pueden serlo, se les podría estropear el cacharrito de la manzanita.
Posdata. Yo también tengo un cacharrito con la manzanita.