De pronto no tenía ganas de nada, ni deseos, como si todo se hubiera parado y permaneciera quieto, en medio, sin saber qué hacer o dónde dirigirse. Sabía que estaba ahí, solo, y poco más, poseído por un no sé gigante sin desperdicio, incapaz de moverse o pensar otra cosa que ese no sé. Sin pasado, proyectos, recuerdos o una mínima ilusión. ¡Joder! Exclamo para sí. Pero no pudo escucharse porque tampoco estaba para ello.
Dejó el papel sobre la mesa y se acomodó lo mejor que pudo en el sillón, sin mirar a ningún sitio, sin mirar, tratando de adivinar un camino, no sabía si corto o largo, que en ese momento comenzaba a dibujarse en su imaginación, no sabía para qué. Regresó a la carta, que volvió a repasar y de nuevo dejar sobre la mesa. No sabría decirlo, mejor, no sabía qué y si tocaba algo que decir, o ya estaba todo dicho. Otra vez de pronto, como si en algún momento no lo hubiera imaginado y en el fondo temido, ahora se daba cuenta, luego aquello que de pronto le atenazaba tenía un nombre, eso sí lo sabía, y era miedo. Lo que antes nunca había existido porque el tiempo y él seguían su curso ahora se mostraba tal cual, mediante una simple notificación que en última instancia no era tal.
Pero en el papel culpable no ponía nada del otro mundo, lo sabía, tanto como que siempre lo había sabido, aunque, también siempre, había preferido no darle importancia, dejarlo para después, no era el momento, cuando tocara, es decir, ahora. Porque el papel solo ponía que el trabajo se acababa, había cumplido lo estipulado y ahora le llegaba el tiempo para el descanso, otra forma de decir que prescindían de él, que ya no era necesario, ni siquiera hasta la próxima, sino, y lo que es peor, hasta nunca. Un nunca que se antojaba definitivo y así lo era, nada de en el fondo, cristalino, el comienzo del final de su historia, si es que podía decirse que hubiera tenido o construido alguna historia que contar y que mereciera la pena, mejor un simple e inevitable acontecer por culpa de otros que en ningún momento pensaron en él, sino en sí mismos, en sus propios deseos, que jamás fueron los suyos.
De pronto no había nombre ni identidad, ni principios, proyectos, ideas o planes, cualesquiera, presente y pasado desaparecían de un plumazo y solo permanecía ese camino delante de sus narices, tan vacío como extraño, desocupado y amenazador. Pero era suyo, ineludiblemente suyo, que tendría que recorrer a su pesar, sin posibilidad de vuelta o marchar atrás.
También de pronto no le gustaba aquella habitación en la que se encontraba, ni la casa, un interminable cúmulo de problemas del que ya estaba más que harto. No es que antes no lo sintiera de ese modo, o tal vez no, incluso puede que le gustara porque de un modo u otro la hizo y llenó él, bueno, ellos. ¿Para qué? Que nunca antes lo hubiera pensado no quería decir que no hubiera estado ahí, esto de ahora. De vuelta. Siempre había quedado lejos, y no merecía la pena pensar en ello porque se refería a otro momento, otro mundo, otras cosas que nunca fueron las suyas, hasta ahora. ¿Para qué la casa? De regreso. No tenía respuesta, como tampoco le interesaba, ahora no.
De pronto también la odiaba, con toda su alma, sí, a ella, que seguiría tal cual, con su trabajo y sus amiguitas, saliendo y entrando como si no hubiera final, pero ahora él iba estar presente en todo momento, testigo mudo de una vida que, también de pronto, no tenía nada que ver con la suya. Fue el primer pensamiento, o estorbo, ocupación o inconveniente que pasaba a ocupar el camino frente a él, ese que hasta ahora no veía ni comprendía y que no le gustaba, nada de nada, y con esas perspectivas mucho menos.
De pronto, de nuevo, una luz se encendió en su cabeza como un hálito de esperanza. Y si rechazaba la jubilación, si no recordaba mal sabía de gente que la pospuso porque se sentían bien y no querían acabar arrinconados como unos inútiles, andorreando por calles desiertas como imbéciles sin rumbo. Sin gastos importantes ni necesidades de ningún tipo el hecho de poder seguir ganando dinero le hizo rehacerse y mirar de otro modo; incluso hubo un intento de esbozar una pícara sonrisa. Aún se sentía útil y en forma, él también, y con su sueldo, además de seguir engordando la cuenta bancaria, planearía algún proyecto de inversión; también conocía quienes podían aconsejarle. Ahora sí, se sentía y estaba vivo y podía pensar y planear qué hace con el dinero que probablemente conseguiría, aunque solo fuera seguir acumulándolo.
Miró el papel de reojo, sonriendo con desprecio y se felicitó porque había ganado, había conseguido rehacerse y el angosto y oscuro camino que hacía unos instantes se abría ante él había desaparecido de pronto. Bien, se dijo. Y se levantó entusiasmado para volverse a sentar en otro sitio, pero mejor.