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Hace unas semanas uno de los más visibles personajes de la corriente mafioso-fascista que viene asolando este mundo, concretamente el extravagante presidente argentino -pregúntense qué vieron los electores sudamericanos en semejante adefesio-, se quitó de encima lo que en principio parecía un espinoso y comprometedor problema de imagen y prestigio -si es que esto último entra dentro de sus parámetros morales o de referencia pública- de la forma más clara y directa posible, sin dar lugar a equívocos, presunciones o sobreentendidos respecto de lo que hoy significa y es el obscuro entramado económico global. Fue acusado de instigar o promover entre sus seguidores -curiosa grey- una página de criptomonedas que en cierto modo respaldaba, apoyo que favoreció unas inversiones que rápidamente subieron el valor del producto (¿?) para, al poco tiempo, permitir que los “inventores” de semejante timo rentabilizaran su creación embolsándose cifras millonarias y haciendo que los valores descendieran, convirtiendo en pérdidas el poco o mucho dinero invertido por los ingenuos fieles que creyeron que aquello era un negocio seguro. El presidente se quitó de encima las sospechas afirmando que cuando uno acude a un casino, juega y pierde, no acusa al local de sus pérdidas, porque precisamente de eso va el negocio. Fin.

Pasado el tiempo ya nadie se acuerda de aquello, tan solo unos desgraciados y engañados perdedores que han de tragar con su más que manifiesta irrelevancia, los medios y las páginas de noticas ya andan en otras cosas, que es casi como afirmar que nunca hubo nada de lo que preocuparse, tampoco delito, ni siquiera presunto.

Tampoco alarma social o denuncia por parte quienes viven y en algunos casos presumen de vigilar y denunciar a los malos allá donde vayan. Quizás porque con su permanente salmodia denunciante ya nadie les lee o escucha, y si no tienes a nadie al otro lado de qué sirve esforzarse en acusar o dirigir el dedo hacia un lugar u otro; y lo que es peor, con ello corres el peligro de ser visto, incluso convertirte, en un molesto tocapelotas que no calla viviendo de no dejar vivir a los demás. La cosa es más sencilla, como dice la película, vive y deja vivir.

Volviendo donde antes, ahora, tan estrambótico personaje ha desempolvado una terminología del siglo pasado, de cuando el peor peronismo, para calificar a las personas con discapacidad, y al igual que en el caso de la bolsa y el casino sin pelos en la lengua. Nada de esas tonterías de minusvalías y discapacidades, uno es idiota, imbécil o débil mental, más o menos y como se decía durante el franquismo para referirse a esas personas: ese es falto. De nuevo, fin.

Está bien que estos fascismos sin referencias morales, políticas o, de algún modo, comunes -solo importa la familia- no se anden con medias tintas, en “yanquilandia” ya comienzan a tomar como categorías preferentes a la hora de trabajar a los blancos heterosexuales, al parecer hasta hace nada injusta e insensiblemente discriminados en función de otros colectivos malévolos y tendenciosos. Más fin.

¿Y el resto? Estamos tan preocupados por nosotros mismos, no porque voluntariamente lo hayamos decidido así, sino porque esta sociedad nos redirige y obliga a nuestra propia irrelevancia con la excusa de que se trata del único mundo posible, que no aceptamos salir de nuestro entorno seguro y manifestarnos en público si no es a cambio de una recompensa o un beneficio seguro, si puede ser contante y sonante mejor. ¡Ah! Hoy mismo leía que la gente prefiere invertir a tener el poco o mucho dinero del que dispone en una cuenta bancaria. Claro, quiero imaginar que sabrán en qué casino ponen los pies, aunque tal vez sea mejor no transitar estos páramos porque cuando hablas con los potenciales inversores -qué bien suena- resulta que ellos sí saben dónde ponen su dinero, porque conocen o han oído de buena tinta que… Ahora imaginen.

No hace falta ser agorero o ponerse en lo peor, ni es mejor dejar de ser sistemáticamente crítico para permanecer acríticamente básico, tampoco es obligado hacer de nuestra insignificancia, que lo es, la consigna principal de nuestra vida. Lo realmente peligroso es interiorizar una irrelevancia que nos haga perder la capacidad de sentirnos, y creernos, además de obligados consumidores, protagonistas de nuestro tiempo. Con o sin cantinela si existimos para engordar ricos y jalear a mafiosos y fascistas descerebrados también lo estamos para decir no.

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