Hablamos

En unos pocos días me he tropezado con dos expresiones en charlas y conversaciones que, independientemente de su pertinencia, originalidad y/o supuesta y nada imaginativa frescura, no dejan de ser dos formas de proceder y ver el mundo que, a mi parecer, con el tiempo acaban instalándose en lo más profundo y temeroso, tanto del subconsciente individual como del colectivo, modificando con ello la propia visión de la realidad. Se trata de un par de muestras que me llevan a otros tiempos más ásperos y desconfiados en los que la población de este país transitaba por esta vida sojuzgada y reprimida, de paso hacia algo presuntamente más seguro pero en el fondo tan desconocido y sospechoso como incierto.

De distintas procedencias pero con puntos en común entre ellas muestran mucho más, a peor, de lo que en principio pudiera suponerse. La primera expresión dice, a la hora de referirse a emigrantes africanos y en tono tan indiferente como despreciativo, “gente de más abajo de Andalucía”, manifestada en este caso entre maestros de primera enseñanza de la zona comentando de padres y alumnos. Mujeres y hombres que se mueven entre la treintena y la cuarentena, con los deberes profesionales hechos -oposición ganada-, bien asentados y económicamente seguros, probablemente poco dados a las renovaciones y actualizaciones tan necesarias en la enseñanza, voluntariamente perezosos y más bien inmovilistas, con lo que ello significa a la hora de entender el mundo y enseñar a los chavales que tienen diariamente bajo su responsabilidad. Sujetos anclados en una negligente y zafia comodidad que, incrustados en un inamovible escritorio de granito, acaban confundiendo su trabajo con una vía muerta.

La otra expresión proviene de estudiantes de educación superior sevillanos, con el añadido de que probablemente sea normal entre familias, amigos o vecinos de calle o de clase, y habla de un sitio “mas arriba de Linares” cuando el topónimo de la conversación se sitúa más allá de Sierra Morena. Es cierto que no hay por qué darle más importancia al chascarrillo, como en realidad merecería, si no fuera porque no sé si esa inconsciente o voluntaria indiferencia, que también puede ser desprecio o ignorancia, amén de pereza mental, dice más que ahorra -ni siquiera sirve como otra aplicación de la ley del mínimo esfuerzo. Suena más bien propia de gentes del terruño abonadas a las supersticiones y los presentimientos, tendentes a imaginar el peligro de monstruos y desconocidos tan solo un metro más allá de la frontera que delimitan las afueras del pueblo. Una discutible economía intelectual probablemente preludio o resultado de otras más gravosas e importantes que tienen que ver con una estancia, que no vida, tan insulsa como acomodaticia.

Vaya por delante que cada cual puede hacer y decir lo que mejor le parezca, incluso no abrir la boca o no moverse del sitio si le apetece, pero lo cierto es que no cuesta ningún esfuerzo referirse a las cosas por su nombre; en ambos casos hablamos de personas con educación, creo que modernas y contemporáneas de los tiempos que viven. Porque nombrar es hacer real lo que hablamos y decimos y, al mismo tiempo, hacernos reales; los nombres disipan las tinieblas y aclaran la perspectiva, fijan en la distancia, excitan la imaginación y nos sitúan a nosotros mismos con referencia a lugares y personas con las que tenemos más en común de lo que imaginamos. Además de hacernos poseedores de una sabiduría y conocimientos que hace tiempo deberían haber dejado a un lado ese recelo tan primigenio como irracional hacia lo que no es “lo nuestro”, y en este caso tampoco desconocido. Esa capacidad de nombrar nos hace más abiertos y receptivos, también confiados y seguros de nosotros mismos, respetuosos y tolerantes. Creo que cerrar puertas voluntariamente en nuestro cerebro en función de una hipotética gracia o comodidad no es una broma inocente, ni graciosa -aunque quizás haya a quien se lo parezca y estas letras solo son una pérdida de tiempo, o un despropósito. Lo que no impide que me siga preguntando por qué somos tan irresponsables con el uso de nuestra lengua como con nuestra propia inteligencia, un regalo de la naturaleza que no ocupa lugar y que jamás agotaremos, aunque nos empeñamos en esclerotizarla voluntariamente por pura desidia.

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