No sé cuánto del video en el que una atribulada joven se quejaba de una jornada de trabajo que le suponía más tiempo del que hasta entonces había dedicado a una sola actividad. Agobiada y llorosa se sentía impotente a la hora de llevar adelante semejante tortura, quiero pensar que en ello también iba incluido la remuneración que obtenía a cambio, que al fin y al cabo es por lo que todos hemos trabajado, trabajamos y trabajaremos. De la conveniencia o beneficios del trabajo mejor no hablar, porque trabajar, si no es voluntariamente, cuando y como uno desee, además de haciendo algo que te guste, es una soberana mierda; digan lo que digan y quienes lo digan, Dios incluido.
La cosa podía haber quedado ahí, como algo curioso o directamente nada interesante, una memez como tantas con las que tropiezas vía internet, si no hubiera sucedido algo muy parecido, o exactamente igual, justo a mi lado. Un joven conocido, de veintipocos, andaba agobiado y depresivo por el trabajo y el correspondiente tiempo -¡suyo!- que se veía obligado a dedicarle -toda una sorpresa-; necesitado de urgente ayuda psicológica que remediara su repentina apatía, casi hundimiento, provocada por una extenuante jornada laboral de ocho horas embarcado en rutinarias y anodinas tareas que ni le interesaban ni le motivaban. Atrás quedaba un agradable y liviano ir y venir cuando y como le viniera en gana, nada exigente pero condicionado por unas mínimas obligaciones y el inevitable si me apetece. Claro, tan relajada actividad también implica la inconveniencia de gastar un dinero que no siempre se tiene -porque todo cuesta-, y la gallina no siempre está dispuesta, ¡puta vida!
Aunque, ahora que lo pienso, no sé si la cuestión va de trabajo, de lo ingenuas y dóciles que son, o han sido, algunas generaciones que han agachado la cerviz sin rechistar dedicándose a trabajar porque no había otro remedio, o más bien se trata de una sacrosanta libertad cercenada por unas odiosas y explotadoras obligaciones sobre las que nadie nunca dijo nada y no hay porque asumir automáticamente. Y si no estabas avisado lo peor que podía pasarte es no haberte dado cuenta por ti mismo de cómo se mueve el mundo que te rodea -mejor preguntar a los padres correspondientes. De pronto el dinero no cae del cielo -es cierto que para una inmensa mayoría-, como la cigüeña, como tampoco viene por defecto con papá y mamá -¡ojalá!-, hay que conseguirlo… trabajando -o robando, también vale. Porque probablemente papá y mamá tuvieron que ponerse a pencar, sin tampoco quererlo, ya que de otro modo jamás hubieran salido de las faldas de sus respectivas mamás y papás y entonces hacer lo que les diera la gana, incluido tener hijos que mimarían como si fueran inválidos, o auténticos inadaptados sociales, sin advertirles de qué color era la realidad que se encontrarían más adelante.
No acabo de decidirme, si se trata de una mayor o menor docilidad generacional, ingenuidad, malcrianza, necesidades de emancipación, completa abducción por parte del sistema y sus redes tanto publicitarias como sociales, los Reyes Magos o la simple ignorancia de vivir como si la vida fuera un derecho que nos regalan, eso sí, sin nuestro consentimiento; un regalo envenenado sobre el que de pronto uno descubre que no es a cambio de nada -podían haber preguntado antes, y puede que más de uno hubiera preferido no nacer para no complicarse la existencia con cuestiones que no son del agrado de nadie. La cuestión es que si no naces ni descubres ni sabes, tampoco lo que es de tu agrado, ¡ah! y que los Reyes Magos eran tus padres.
Quiero creer que estas situaciones son extraordinarias, no se repiten muy a menudo puesto que se ven jóvenes currando de lo lindo para sinvergüenzas que consideran que el mundo lo hizo Dios para su exclusivo provecho.