En su tarea diaria el portero celestial, San Pedro, acostumbra a tener controlada la cola de aspirantes a la contemplación divina que ininterrumpidamente ascienden buscando su oportunidad definitiva -el porqué de su vidas-, siempre a la espera de un juicio final que se antoja demasiado alejado en el tiempo, si es que el tiempo significa por aquí arriba lo mismo que allí abajo.
─ ¿Usted es…?
─ Isabela Rodríguez Antúnez.
─ Ya -prosigue el portero mirándola con paciencia y sin alterar el tono ni su sabia imperturbabilidad. Y bien, dígame ¿se le ocurre o tiene algo que decirme que yo no sepa y debiera conocer?
La mujer, fijos los ojos en el barbudo y santo varón, asume sin parpadear un inesperado desconcierto acompañado con un encogimiento de hombros que muestra su extrañeza e incomprensión, de pronto descolocada en aquel lugar que nunca había imaginado de ningún modo en particular. Permanece mirando confundida.
─ ¿Me ha escuchado? ¿No tiene nada que decirme? -el apóstol pregunta sin necesidad ni auxilio de una hipotética superficie o lugar donde aparecieran, tal vez escritos, anotados o de algún modo visibles vida y hechos de la aspirante. Veo que su estancia en la tierra ha sido más bien parca en sucesos y excesos, sin nada extraordinario o relevante, quiero decir para el devenir de su existencia allí abajo.
Del persistente encogimiento de hombros, incredulidad o asombro de la mujer surge una voz entrecortada, más bien un susurro emitido con evidente dificultad, como si no supiera qué decir, al tiempo que rebusca en su memoria qué es lo que exactamente pretende aquel tipo. ─ Siempre me porté bien, cristianamente, obedecí en todo, hice lo que me ordenaron y, así mismo, traté de inculcar los mismos comportamientos en mis propios hijos.
─ Ya, lo sé y lo estoy viendo, no hay nada raro o excepcional, ningún extravío ni salida de tono, ni siquiera pasajera, tampoco pensamiento desviado o sospechoso. ¿Nunca se sintió en la tentación de alterar sus costumbres, de apartarse un poco de lo establecido -más asombro, si cabe, en el rostro de la mujer-, aunque solo hubiera sido por simple y humana curiosidad?
La confusión de la aspirante va en aumento y sin saber qué decir, preocupada por algún gato encerrado, un motivo u error que no recuerda. Se trataba de ser una fiel y obediente creyente, único y principal norte de su vida en el que lucía con intensidad la postrera satisfacción de llegar limpia de toda mancha hasta aquí, hasta este preciso momento. ─ Siempre tuve fe, fui buena cristiana, obediente y actué y me comporté como Dios manda.
─ No me cabe duda. Pero ante personas tan correctas, comedidas y prudentes como usted siempre me gusta preguntar si por casualidad no hubo algún momento de debilidad, un deseo íntimo, un pequeño desafío, alguna duda… algún si yo pudiera. Aunque es cierto que podemos ver todo, que sabemos todo, tanto obra como pensamiento, siempre están esos conatos o intenciones que no llegan a concretarse en propósitos o deseos claros y discernibles que tal vez y de algún modo pudieran habérsenos escapado. Porque no me negará que vidas tan serias, devotas y exigentes como la suya, y en cierto modo aburridas, no dejan de llamar la atención por su imperturbable capacidad para dejar a un lado de forma taxativa ese algo que de algún modo caracteriza a los humanos, su innata curiosidad, su mente inquieta y la siempre presente tendencia a la desorientación, al desvío o incluso al descarrío, entre otras tentaciones posibles a lo largo de una vida tan prolongada como la suya.
La mujer seguía sin saber qué decir, esforzándose por repasarse hasta donde le alcanzaba la memoria.
─ Piense, piense, lo estoy viendo. Su feliz infancia, su respeto y obediencia incondicional para con sus padres y familiares más directos, la alegría de su pronta fe, sin preguntas, como debe ser; su aplicada y estudiosa adolescencia, cumpliendo escrupulosamente con todas las diligencias y sabios consejos de sus progenitores. Su casto y fiel noviazgo, su feliz matrimonio, el apoyo constante a su marido -es cierto que sin problemas económicos o crisis de importancia, casi perfecto-; su resignada y sincera fidelidad, el amor a sus hijos, educados en los mismos valores con los que usted avanzaba en su vida y en el mundo. Su constante preocupación y desvelo por ellos y el premio de su renovada felicidad al verlos abrirse camino sanos y responsables; sus sabías, condescendientes y confortables madurez y vejez y… en fin, toda una larga vida que vista desde aquí, es curioso, parece algo vacía. No es que trate de censurarla, en absoluto, pero, y repito ¿nunca tuvo alguna tentación, un asomarse a esos otros caminos junto a los que pasó con la mirada bien alta y sin detenerse, a pesar de que algunos amigos y conocidos suyos fueran asiduos ocasionales o habituales en ellos?
─ No, nunca tuve la tentación…
─ Lo sé. Ya lo sabríamos. Pero llama la atención el exclusivo y excesivo celo y dedicación a lo suyo frente a unas necesidades y peticiones ajenas con las que tropezó en numerosas ocasiones, y que en bastantes de ellas esa otra persona habría aceptado de buen grado su mano amiga, fundamentalmente porque la necesitaba. ¿No se le ocurrió pensar en algún momento que aquellas oportunidades de ayuda estaban allí para eso, para que usted hiciera algo más que preocuparse por su propia vida y que, como nuestro Señor dice, ese prójimo también somos nosotros y merece toda nuestra atención? Porque usted siempre presumió de saber en todo momento lo que el Sagrado Libro dice y prescribe, también con respecto a sus semejantes y, sin embargo, siempre pasó de puntillas por ello, como si no fuera con usted. Claro, también le gustaba decir que cada cual tiene lo que Dios le ha dado, sin faltarle razón, pero tampoco le habría afectado negativamente detenerse para echar una mano allí donde sí que la necesitaban. A veces creo que jamás entendieron la religión que tan fielmente se dedicaron a seguir, que no practicar, de forma tan personal y egoísta. Usted es otra alma en la que el prójimo solo existe como letra del Libro, no como realidad viva desgraciadamente menos afortunada; porque aunque aquí todo lo sepamos y cada cual tenga asignado su propio camino y circunstancias siempre hay situaciones que, aunque sabidas y previstas, mejorarían si en ellas el amor predicado se hubiera convertido en parte integrante compasiva y alegremente compartida.
La mujer, echa un manojo de nervios y abrumada por lo que entendía una enorme censura que costaba asumir atinaba a preguntarse a sí misma, ¿no se trataba de llevar una vida correcta en la fe y el amor a Dios? Intentaba hablar pero no podía ni sabía… Así que, después de todo no fue lo buena cristiana que siempre había pretendido. ¿Significaba eso que era tarde? ¿Que tendría que pagar por lo que no hizo porque simplemente no iba con ella? Miraba al portero dudando de su fe, casi sin argumentos, todo lo contrario a como había vivido, fiel, obediente y casta hasta sus últimos días ¿no fue eso lo que le inculcaron desde sus más tiernos años? ¿Por qué ahora aquellas preguntas? Tampoco es que sintiera una emoción especial por hallarse donde se hallaba, en sus sueños jamás pensó que aquello se desarrollaría en el modo en el que estaba sucediendo y no comprendía…
─ ¿Nunca se sintió frustrada o insatisfecha? ¿Jamás se preguntó por qué? ¿Si no hacer nada por los demás tal vez no fuera bueno? Que hay algo más que la vida propia o la propia salvación, y de algún modo esta última también está en los demás, quienes de una forma u otra darán medida de nuestros propios actos, tanto a favor como en nuestra contra…
Silencio.
─ Siento decepcionarla, pero de momento no puede entrar porque necesita reflexionar sobre sus actos, y el purgatorio es un buen lugar para que ustedes recapaciten y entiendan que en muchas ocasiones no obraron como se esperaba de unos buenos y fieles cristianos, que el cielo no se gana con solo pasar. El egoísmo en la tierra puede convertirse en una eternidad desoladora.