Era una tarde lluviosa, más bien noche puesto que el sol hacía rato que se habría puesto, allí donde hubieran podido disfrutarlo. Por aquí unos persistentes y húmedos grises venían marcando el tono a seguir durante toda la jornada, lo que no había impedido que, como víspera de festivo, una población habituada a las exigencias y rigores meteorológicos se hubiera movido y actuado en consonancia con el calendario e independientemente del tiempo, otra inclemencia más con la que lidiar intentando que no marque de forma categórica el transcurso de las horas.
Y como era de esperar en la misa de aquella lluviosa tarde la iglesia se mostraba bastante concurrida, circunstancia que nada tenía que ver con lo que había caído o estaba por caer -la alternancia se repetía de forma caprichosa. La presencia en el templo no era una opción más, nada más lejos, la asistencia significaba la obligación de acicalarse y salir para seguir haciendo y sintiéndose comunidad, abandonar por un tiempo la confortable y acogedora seguridad del hogar a cambio de cruzar unas frases con vecinos y conocidos, además de cumplir con el rito y prestar una tan rutinaria como enigmática atención a la correspondiente homilía -en esta ocasión ensalzadora de un Jesús vencedor- que en aquellos momentos el sacerdote desgranaba entre rendido y entusiasta, en pie ante una feligresía que asentía en silencio a sus palabras sin pedir nada a cambio, probablemente agradeciéndole ocupar aquel sólido lugar en sus vidas, dándoles qué hacer y de alguna manera obligándoles a convivir; lo mejor que podemos hacer cuando no sabemos qué hacer.
Finalizaba la misa y los feligreses salían ordenadamente a la ventosa humedad de la tarde-noche, demorándose en la puerta -a cubierto bajo el porche por si las moscas- o buscándose aunque solo fuera para decirse hasta mañana. Charlaban y se preguntaban animadamente por lo último vigilando con el rabillo del ojo a unos niños felices por poder correr o mojarse sin tener que dar explicaciones, ajenos al tiempo y las rutinas de unos adultos que gustan emperezarse si con ello restringen los esfuerzos y despejan momentáneamente su cabeza de deberes y obligaciones no siempre bienvenidas; porque hay ocasiones en las que uno no tiene ganas de bregar con el día a día, a fin de cuentas mañana era fiesta y hasta pasado había tiempo para ponerse en orden antes que apresurarse con tanto pendiente como suele, cuando no hay mucho más que hacer que pensar en qué hacer para no olvidar lo que preferiblemente y en el fondo estaría mejor olvidado.
La salida del templo y sus accesos iban quedando desiertos, dejados al amarillo nocturno de unas luces que lustraban un brillante suelo empapado de todo el día, dándole a la calle un aspecto tan acogedor y familiar como y sin embargo incómodo, inestable o incluso desabrido, aunque no hasta el punto de considerarse desamparo o abandono. Las luces de la iglesia se iban apagando en dirección a la salida, hasta la misma puerta en la que ya aparecía el cura -vestido de civil, o humano-, cerrando muy bien acompañado en animada charla por seis señoras decente, cómoda y respetablemente arregladas.
Aquellas siete personas eran los pilares del mundo, de aquel mundo, la población entera convergiendo en un intercambio de igual a igual -sí, seis y uno- sin decantarse por ninguno de los dos lados, ambos sabedores de su mutuo apoyo, necesidad y/o dependencia. Se reproducía entre los componentes de aquel dicharachero grupo una comunión que pintaba inmemorial en la que las piezas encajaban con exacta medida, el templo como centro y corazón de la comunidad. Santo y duro núcleo que se permitía el lujo de dejar a los hombres con sus cosas -en aquellos momentos jugando a las aficiones y los negocios en la acogedora calidez de la cafetería de siempre-, entre ellas hacer el mundo por sí mismos, tan ufanos y livianos como mimados, fingidores de una errónea autonomía pero bajo la vigilancia y consentimiento de aquellas siete personas que actuaban como su aliento vital. Aquellas seis devotas y sensatas mujeres que ahora acompañaban al sacerdote hasta su bendita residencia, dejándolo en la puerta entre una profusión de despedidas y sonrisas -un hombre que, sin embargo, nunca ejerce como hombre-, daban forma y sentido a un poder antiguo que gusta actuar en un segundo plano, habituado a conceder generosamente su plácet o a señalar acusadoramente con el dedo si las cosas no van como deben, siempre desde ese segundo plano o sombra que sostiene y da cobijo a toda la población.