Da igual el origen o la procedencia porque en el fondo nos gusta ser exigentes, como si exigir fuera una cuestión de personalidad en lugar de educación, aunque, eso sí, siempre dependiendo de la clase o el poder adquisitivo del sujeto. Además, somos tan dóciles y sumisos que nosotros mismos asumimos o nos imponemos unos límites a la hora de tratar con las exigencias, tanto en el momento de decirlas o mostrarlas como, en el colmo de la represión en carne propia, soñándolas. Da igual si privadas o públicas, en público o en privado, prudentemente guardadas o pedantemente expuestas, todo ello fruto de un supuesto derecho individual tan privativo como inamovible, tan presuntamente disfrutable como en muchos casos sufrible para el resto, capaz de hacer del exigente y su derecho un individuo orgullosa y pendencieramente libre incluso a costa de su propia vida.
Esta convicción o íntimo derecho a exigir persiste o se mantiene junto o a pesar de unos muy particulares deseos y aspiraciones, necesidades, caprichos, voluntad, carencias, pérdidas, conflictos, regresiones, traumas o cualquier otra afirmación de sí, incluidos problemas de envergadura, tanto psíquicos como físicos -visibles o no- en algún momento difíciles de reparar o, en definitiva, insolucionables.
Por supuesto hablo de esa parte del mundo en la que afortunadamente nos ha tocado vivir, puesto que es aquí donde, sobre el papel, han hecho creer a todo sujeto que disfruta de una libertad y unos derechos de nacimiento justos e inalienables, tan importantes como la propia vida, o más, si cabe. Y no existe derecho más derecho que el derecho de cualquier persona a hacer consigo misma lo que le venga en gana, sin que ninguna otra se atreva a juzgarlo o criticarlo, mucho menos censurarlo o prohibirlo; un derecho que automáticamente nos concede tanto creernos como sentirnos poseedores sin derecho a réplica -que en realidad sea así es otra cuestión- no sé si de nuestro cuerpo, nuestra voluntad o nuestra ignorancia, incluido y por supuesto el derecho a exigirlo. Somos sujetos con derecho a exigencias, pero sin letra pequeña -aspecto este último en el que se incluye lo innecesario de agradecer cualquier atención que recibamos o directamente nos afecte; ya le pagan por su trabajo o algo ganará con ello.
Aunque quizás el verbo exigir, dicho así, sin complementos que lo llenen, no parezca del todo clarificador por ambiguo o poco explícito, pero seguro que todos sabemos de exigencias como, por ejemplo, exigir una carretera sin que preocupe su idoneidad o impacto ambiental, si está bien hecha o lo que cuesta -cuestiones siempre prescindibles para el buen exigente; o ser atendido en primer lugar, no digamos de urgencia, sin aguantar colas molestas de gente que aguarda allí porque probablemente no tiene nada mejor que hacer. O a lucir exceso de kilos -o muchos más, porque me gusta comer- y a la vez exigir prendas de moda y a la moda que cubran con elegancia mis lorzas; así como a ignorar todo consejo, aviso o advertencia que hable de los inconvenientes para la salud que implican mis gustos -y quien dice kilos de más también entiende músculos a punto de estallar. Ponerme hasta el culo de lo que me apetezca con la garantía de tener lista una ambulancia servida por excelentes profesionales por si surgiera algún problema de salud. O ser “amante de la aventura” –(¿?)- disponiendo para mi exclusiva incompetencia o ignorancia, errores de bulto o falta de cálculo -o propia estupidez- de un equipo de salvamento completo que pueda rescatarme allá donde el azar, siempre traicionero y sin consideración, me deje tirado. Y así sucesivamente… ¡Ah! y todo gratis porque tenemos derechos… ¡Hay tanta gente incordiando y con poco o nada que hacer en lugar de atenta a mis exigencias!